Un paisaje, un vuelo accidentado, dos niñas, un zorro y una rosa, fueron la maravillosa fuente de inspiración de Antoine de Saint-Exupèry para escribir “El principito” (“Le petit prince”), una novela corta en la que, de manera alegórica, expone parte de su filosofía de vida y su concepción sobre el individuo. El libro fue ilustrado por el propio Antoine de Saint-Exupéry y publicado en 1943. Y un vuelo de la Aeroposta Argentina, filial de Aéropostale, una empresa francesa de correo, fue la que determinó el destino del aviador y su historia.
Antoine de Saint-Exupèry había llegado a Argentina en 1929 con la misión de organizar la red de América Latina, a su vez esos viajes le sirvieron de marco a su segunda novela “Vuelo nocturno” (“Vole de nuit”). En 1931 la bancarrota de la Aéropostale puso fin a la era de los pioneros y propició su casamiento, en abril, con Consuelo Suncin Sandoval, la acaudalada viuda del escritor y diplomático Enrique Gómez Carrillo, salvadoreña-francesa, y nacionalizada argentina, periodista y escritora.
Los empleos de Antoine de Saint-Exupèry fueron variados y no muy constantes, entre 1922 y 1926 trabajó como inspector de una fábrica de ladrillos o representante de los camiones Saurer. Luego incursionó por el diseño, dado que había estudiado arquitectura, y por fin la aviación fue la que acaparó todo su interés, porque a través de ella podía hacer girar las hélices de su espíritu aventurero.
El documental con ciertas escenas dramatizadas “Vuelo nocturno” de Nicolás Herzog, al igual que en su filme anterior “Orquesta roja” (2010), utilizó un espacio de acción que conoce bien, Concordia (Entre Ríos). El documental narra una historia en la que se entrelazan realidad, leyenda y mito, donde los personajes se cuelan en el relato, como escapados de un cuento, y poco a poco van revelando aquellos misterios que el escritor había enterrado con él en el mar.
Saint-Exsupéry recorrió el territorio argentino sobre sus cuatro puntos cardinales, y en cada lugar dejó un hálito especial que permitió que su ausencia se sintiera como presencia, por ejemplo en el Hotel Ostende (Ostende-Pinamar) aún se conserva la habitación intacta que había utilizado el aviador cuando transitaba por esos parajes. O en el departamento 605, ubicado en el 6 piso de la galería Güemes que era vivienda y oficina de la Aeropostal, y actualmente museo.
Y en Concordia quedó inalterable, en la memoria de los protagonistas, aquella visita accidental que, por el desperfecto de su avión, lo retuvo varios días en el castillo de los Fuchs Valon, y le permitieron después regresar a visitarlos varias veces más. A partir de esa rueda de su avión atascada en una vizcachera comienza la aventura del espectador de ir descubriendo poco a poco el mundo mágico de Sanit-Exsupéry.
Esa magia lo llevó a conocer el castillo San Carlos, cuya propia historia pertenece al terreno de lo fantasmagórico y misterioso. Su primer dueñ, el francés Edouard Demachy, lo construyó en 1888 y luego despareció, dejando el palacio intacto. Años más tarde la arrendaron los Fuchs Valon, un matrimonio francés con dos hijas, a las que Sanit-Exsupéry denominó, en un artículo publicado a fines de 1932, a su vuelta a Franci, como Princesses d´ Argentine.
Con una ambientación musical de Ezequiel Luka y Gerardo Morel, muy atractiva y acorde con la propuesta de fotografía de Gastón Delecluze, da la filme una impronta ilusoria de cine casero organizado con elementos reales a partir de una serie de entrevistas y paisajes, pero a la vez ficcionando ciertos pasajes del filme, que parecen estar basados en; “El aviador (“L´Aviateur”, (1926), o “Tierra de hombres” (“Terre des hommes”, 1939).
Desde ese montaje muy bien compaginado por Sebastián Miranda y Nicolás Herzog de realidad–ficción, el espectador se entera que al zorro lo había domesticado con paciencia una de las princesas, y que el boabas era un árbol de zona tan retorcido como su homónimo africano. Que la serpiente, era la mascota de la familia que circulaba por debajo de la mesa del comedor, asustando a Antoine. Y que “la vana y petulante rosa”, no se sabe muy bien si es la representación o símbolo de su madre, o de su esposa, pero sí que estaba multiplicada en el jardín de las princesas Edda y Suzzane.
Lo interesante del filme fue el material sonoro, fotográfico y fílmico que aportaron las princesas ya adultas, el testimonio de los cuidadores del castillo, los jardineros, y todos aquellos que de un modo u otro conocieron al escritor. Entre los recuerdos aparecen la serie de grabaciones que Saint-Exsupéry envió a Jean Renoir para compaginar una película que nunca se llegó a filmar, álbumes de fotos de ese tiempo infinito que es el pasado, pero sobre todo el afectivo reencuentro con la memoria de mujeres adultas que después de años regresan al universo de su infancia.
Otra de las secuencias interesantes es el viaje al castillo de Saint-Exsupéry en Lyon (Francia), cuyo recorrido lleva a imaginar tardes de tertulias femeninas, té con masas, noches de valses y miradas furtivas. En ese lugar de pisos como damero, blancos y negros, grandes salones vacíos, y una ventana que movilizó la ilusión de un niño que soñaba con ser aviador, haciéndolo fabricar una bicicleta con alas con ayuda de un carpintero, para dar inicio a los viajes urdidos en su imaginación.
“Vuelo nocturno” de Nicolás Herzog es una realización que se puede atesorar en la memoria como una pequeña joya, que al igual que “El principito” (“Le petit prince”) en su capítulo XXI nos dice a través del zorro: “Adiós - Aquí está mi secreto. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos. -Lo esencial es invisible a los ojos – repitió el principito a fin de recordarlo.- Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante”.
Lo que hace importante a “Vuelo nocturno” es el corazón y el amor que puso Nicolás Herzog en su filme para que el espectador partícipe de esa soledad limitada de un recuerdo que está en comunión con el universo, en el espacio de la palabra y en el espacio de lo invisible.