Ese hombre mito llamado Saint-Ex
De elección repartida entre ficción y documental, la película ensaya un retrato de Antoine de Saint Exupéry.
En la novela Vuelo nocturno, el piloto Fabien miraba las luces de la ciudad y las espejaba con las estrellas. Por momentos, no estaba clara la diferencia entre el arriba y el abajo. El vuelo se volvía una experiencia puramente sensorial, que permitía recordar las elucubraciones en las que solía ensimismarse Ismael, solo y en lo alto del ballenero Pequod, cuando perdía su vista en el océano de Moby Dick.
Así como Fabien en la ficción, Antoine de Saint‑Exupéry trabajó -realmente‑ en la compañía Aeroposta Argentina. Fue en 1929, a partir de un desperfecto con su avioneta, cuando debió aterrizar en las afueras de Concordia. Durante la refacción, de manera sorpresiva, dos niñas -de 9 y 16 años‑ se le aparecieron. Hablando francés. El hecho, se entiende, es un capítulo en sí, que irradiará de manera permanente sobre el devenir del célebre escritor de El principito.
A partir de esta premisa, suficiente e interminable, el realizador Nicolás Herzog ensaya una aproximación que le permite narrar el hecho mientras lo desanda, rememora y reelabora. Lo hace a través de imágenes propias y ajenas. De esta manera, Vuelo nocturno (La leyenda de las princesitas argentinas) incorpora metraje de films preexistentes, como Oasis (1994, Danilo Lavigne) y entrevistas que las hermanas Suzanne y Edda Fuchs, las princesitas del Castillo San Carlos, supieron dar en el largometraje Tierra de hombres (1964). A la par, el realizador recrea ‑como estampas de otro tiempo‑ a las mismas hermanas, niñas, durante paseos y juegos, sin sonido y en blanco y negro.
La manera cuidadosa desde la cual Herzog practica su retrato -en tanto ensoñaciones o variaciones suscitadas como invocaciones‑ tiene su correlato en los testimonios de terceros, quienes recuerdan con esmero, así como estipulan el equilibrio anímico entre ambas: si Suzanne era la introvertida, Edda se comportaba de manera inversa. Apreciaciones que rebotan sobre las imágenes que de ellas sobreviven, en donde la palabra de Edda es tan sutil como filosa: en el relato Oasis (del libro Tierra de hombres), Exupéry habla de un "imbécil" que se llevaba a la princesa rumbo al casamiento, (la soltera) Edda parece acentuar las oscilaciones de la historia cuando rememora al mismo Saint‑Ex como al imbécil más destacado de todos los que se le presentaron.
Así como la novela Vuelo nocturno practica una relación simétrica entre cielo y tierra, el film de Herzog lo hace cuando visita Francia, al suscribir resonancias entre la casa de la infancia de Saint‑Ex y el castillo San Carlos, morada de las princesitas. Como en un sueño recobrado, o instante fugaz, será otra persona quien recuerde su niñez en las mismas habitaciones en donde Exupéry viviera, cuando volvía de sus tardes de lectura bajo los árboles. El olor de la madera, de muebles y de libros, impregna la memoria y colorea los espacios vacíos que la cámara de Herzog registra. Misma situación que el film supone de cara al castillo San Carlos, derruido por haber sido consumido en un incendio, sin embargo evocado y reconstruido desde las palabras y los recuerdos.
Entre medio, con el libro Tierra de hombres como péndulo, son audios del mismísimo Saint‑Ex los que vivifican de manera peculiar el film de Herzog, con motivo de una versión al cine que Jean Renoir, por esos días con exilio en Estados Unidos, pretendía. Lo que allí se refiere -registrado en discos que Saint‑Ex enviaba al venerable cineasta‑ va y viene sobre las escenas y motivaciones dramáticas de ese guión nunca filmado, en donde se habla de las princesitas, del enamoramiento, y de un dictamen que las palabras de Exupéry hacen vibrar: "ser hombre implica ser responsable".
Vuelo nocturno posee, de esta manera, un abordaje formal que le hace elegir la ficción o el documental según convenga. En verdad, tales categorías se vuelven maleables, lo que importa es el acercamiento cinematográfico al hecho y la exaltación mítica con la que el film colabora. Años después sobrevendría el vuelo final de Saint‑Ex, recreado en la historieta Saint‑Exupéry: El último vuelo, en manos de otro tipo extraordinario, italiano y también proclive al mito: Hugo Pratt.