La fatalidad del mal
En Wakolda todos van hacia alguna parte menos la niña protagonista, que no tiene un futuro seguro porque una disfunción hormonal le impide crecer. La niña tiene la sonrisa triste de los sabios –la clarividencia que quema a quien la posee, esa atribución que moldea el espíritu, como un secreto íntimo o una fatalidad vergonzante– y también tiene la palabra. El misterio verdadero de la película de Lucía Puenzo no reside en la identidad del médico alemán, que se acerca a la familia de la chica y se instala en la hostería que los padres se proponen levantar en la ciudad de Bariloche, sino en la voz en off de la niña que reflexiona, con una melancolía y una resignación adultas. La directora muestra la suspicacia de sus compañeritos de escuela, la predilección que despierta en el médico y también la aprehensión muda de los padres que abriga como un halo a la pequeña freak, como si estuvieran protegiendo un secreto o el mapa de un tesoro oculto. Lo que no sabemos es qué pasa con la promesa de fragilidad desnuda que habita en esa voz, la infancia que se le arrebata a la lucidez (ya que ambas cosas, en el cine, siempre tienen una coexistencia difícil). Cuando ella dice, palabras más o menos: “Basta que me prohíban algo para que inmediatamente trate de hacerlo”, Puenzo señala allí un camino que enseguida clausura, siempre con la misma falta de gracia con la que muestra su juego para luego esconder las cartas en el mismo impulso. La aparición de la agente secreta israelí, que saca fotos de los antiguos docentes simpatizantes del nazismo que comprometen el historial del colegio, y que luego la cámara toma hablando por teléfono y mirando a los costados, como en una vieja película de espías, para dictaminar que el médico es nada menos que Mengele, hace derivar con desconfianza la narración hacia alguna forma de género que funciona como un ornamento, al lado de la decoración y el vestuario.
Puenzo se juega todo al desempeño de los actores (excelente), al sorprendente academicismo de la puesta en escena sumado al gusto rancio de su historia de espionaje internacional. Wakolda hace bastante poco con su tema –o con sus temas, porque cuenta con varios y no parece tenerle mucha fe a ninguno–, como no sea ir declinando un tono tétrico de su idea del mal, cuya parábola empieza con una preadolescente observada en silencio por un señor extranjero y concluye más tarde de forma apresurada, en el fárrago un poco bufonesco de los nazis huyendo en un hidroavión que sale del lago y corta el cielo en una imagen deportivamente bella. Los fantasmas del mal de la película, esas figuras perdidas de la historia que resisten, no terminan de obtener un peso y una densidad cabales. Cada plano aprisiona un cuerpo, una cara, un dibujo –ese pasatiempo del médico por establecer un registro minucioso de cada objeto de su obsesión–, incluso un temblor – el del padre, que no entiende bien qué pasa, pero tiene claro que su hija es especial e intuye oscuramente que el padecimiento llama a un padecimiento mayor–, todo sin acertar nunca a relacionar ese malestar con la historia argentina o el orden social imperante. En alguna parte está el mal, pero, ¿en qué parte? Puenzo no lo dice. Está demasiado ocupada porque su película luzca sobria, contenida. Wakolda tiene una fotografía fría, muy pictórica, hermosa a su manera, como si quisiera representar el aspecto ciertamente sublime del mundo cuando el horror no se manifiesta pero sí lo hace la presunción de su existencia. Un modo de hacer las paces con el cine, para que siga acariciando los ojos del espectador y queden todos contentos. Más que a El niño pez (su película inmediatamente anterior) –que era irregular, tosca y bastante cursi, pero estaba más viva– Wakolda se parece a XXY en que se la podría definir como una historia de monstruos “de calidad”. Es decir, otra extravagancia poco sutil de la directora para agregar a la lista.