Algo está por pasar
Adaptar una novela no debe ser tarea sencilla. Adaptar, encima, la novela que uno mismo escribió, parece mucho más complejo. Porque qué es lo que se decide cortar, eliminar, dejar de lado en la adaptación de lo que uno escribió y construyó como fundamental en el material de base. Y a Lucía Puenzo, pareciera, esa tarea le resulta sumamente complicada. Tanto, que termina estropeando los méritos parciales que una película como Wakolda tiene para ofrecer: buena reconstrucción de época, actuaciones sólidas, personajes complejos, un contexto social que sirve para trabajarlo a través de géneros cinematográficos como el thriller o el coming of age. Sin embargo la necesidad de abordar múltiples subtramas y apretarlas en 93 minutos, hace que la película luzca exageradamente plana, ahogada, sin generar las debidas tensiones que debería generar.
El cine nacional tiene un problema fundamental en cómo se venden las películas. Sí, esto es arte y toda una serie de conceptos intelectuales que podemos hilvanar, pero en el fondo una película que se sube al circuito comercial no deja de ser un producto que se pone a consideración del cliente. Y Wakolda, en su tráiler, era vendida como un thriller con mucho misterio. Bien, uno debe analizar a una película por lo que es y no por lo que promete ser. Sin embargo, en Wakolda se nota mucho aquello de que la decepción viene por lo que se promete. Si bien Puenzo juega constantemente con elementos del thriller más psicologista, le falta la fuerza necesaria como para hacer que esa tensión tenga un peso físico en la pantalla y no se diluya vagamente. Por ejemplo, un error fundamental es darle al espectador, desde la previa, la información de que ese médico con el que se cruza la familia que va a manejar un hotel en Bariloche es Mengele. Así, la primera media hora de película carece casi de importancia.
Pero el mayor inconveniente son, precisamente, esas subtramas que licuan el misterio hasta llegar a un final que se resuelve muy a las apuradas y desprolijamente. No tenemos sólo a Mengele y su relación con la hija de la familia (lo más interesante y mejor contado), sino también el hobby del padre y sus muñecas, la madre y su seducción por el médico y sus teorías sobre el trabajo genético, la violencia contenida de una comunidad como la de Bariloche, el espionaje judío sobre los nazis que andaban dando vueltas por el mundo, la voz en off que se pierde, la vida intramuros en un colegio alemán. Y siempre, de fondo, todo el tiempo, como si faltara algo, la Historia. Lo real, lo que pasó, lo que debería sostener el interés en la película. En eso, Lucía Puenzo vuelve al cine argentino de los 80’s y un poco al cine de su padre, donde lo irreprochable del tema impedía cuestionar las películas, y donde el exagerado uso de primeros planos terminaba por ahogar toda posibilidad del relato.
Wakolda está contada sólidamente al comienzo (cuando los personajes se conocen), pero cuando empieza a estirarse y desarrollarse otras tramas, pierde fuerza notoriamente. El uso de primeros planos hablaría de un film concentrado, pero Wakolda es todo lo contrario. Es demasiado ambiciosa para concentrarse -sólo- en esa familia y ese alemán y en ese hotel. Un poco lo mismo le pasaba a la directora en El niño pez, aunque allí el descalabro era también estético. Aquí, por el contrario, las cosas lucen más controladas. El mayor inconveniente, decíamos, es que abre tantas subtramas en tan poco tiempo, que necesitaría de mayor espacio para que todo respire adecuadamente. Un ejemplo de eso se da en una escena que comparten el médico, la nena y el padre en un restaurante: antes de llegar ahí, habíamos visto un largo plano general del auto yendo al lugar (y habíamos visto demasiados largos planos generales de rutas y autos yendo a algún lugar), pero una vez que están en el restaurante, la escena va directo al hueso del diálogo y todo se resuelve velozmente. Duró más la preparación hacia ese momento, que el momento en sí. De esta forma, no se puede construir un clima acorde y los actores carecen del tiempo necesario como para no ser algo más que un cuerpo que tira frases importantes.
Y así, Wakolda se diluye entre los dedos del espectador que espera algo que nunca pasa (y esa espera frustrada podría ser interesante si estuviera bien trabajada). Una película mecánica (primeros planos para los diálogos, planos generales para los paisajes) en un sentido narrativo, calculada y que apenas late un poco cuando las actuaciones hacen que tenga vida: especialmente Alex Brendemühl, quien construye a su Mengele desde lo mínimo, con miradas y un porte físico (que siempre son misterio), y es por eso que, a pesar de lo segmentado de las escenas, en pocos segundos hace que su presencia se torne indispensable para sostener una película bastante deshilachada.