Un tiburón que ya no muerde como antes
Más allá de la pintura sobre el mundo de las altas finanzas (incluida la crisis de 2008 disparada por la burbuja inmobiliaria), resulta notable cómo esta dilatada segunda parte elige hacer foco, fundamentalmente, en la relación sentimental de la pareja.
Wall Street (1987) nunca fue la película más afilada o contundente en la carrera de Oliver Stone. Más allá de su autoproclamada fama de biblia del ethos yuppie, una revisión de sus supuestas bondades no confirma ese estatus, sino apenas en sus capas más superficiales. El realizador de Pelotón supo encontrar en otros títulos maneras más sofisticadas y profundas de reflejar algunas de las contradicciones de la sociedad estadounidense, como en J. F. K., por citar uno de los films más complejos, menos maniqueos de su filmografía. Vista hoy en día, la fábula de la joven promesa de Wall Street, el viejo tiburón de las finanzas y los males del dios Mercado no retratan tanto una época y una serie de prácticas económicas, sino más bien cierto imaginario popular (y populista) acerca de la especulación monetaria sin rostro y sus consecuencias sobre la faena cotidiana de millones de trabajadores. Como ocurrió muchas veces en el cine de Stone, las intenciones eran nobles, pero la puesta en discusión de esos ideales dentro de un formato narrativo quedaba atrapada en un bosquejo naïf, cursi incluso.
Las razones por las cuales Stone sintió la necesidad de volver sobre ese universo sólo las conocen el realizador y su almohada. Lo cierto es que Gordon Gekko –protagonista absoluto del relato seminal, un villano tan entrador que terminaba devorándose al héroe interpretado por Charlie Sheen– está de vuelta luego de una temporada tras las rejas, dispuesto a tomarse en serio eso de las segundas oportunidades. O no tanto. Veintipico años más tarde, el personaje interpretado por Michael Douglas parece en Wall Street: El dinero nunca duerme un poco menos rabioso, algo más humano. Su hija Winnie (Carey Mulligan), con quien no mantuvo contacto luego de que una tragedia familiar enfriara las relaciones, está noviando con un “Wall Street boy” de nombre Jake (Shia LaBeouf). Situación que, previsiblemente, abonará el terreno para una comunicación familiar y de negocios entre el veterano y su yerno, poblada como corresponde de intrigas palaciegas, traiciones y venganzas varias que podrían haber servido de base para alguna obra de Shakespeare, de haber nacido algunos siglos más tarde. Por supuesto que hay un malvado titular, el magnate bancario encarnado por Josh Brolin, quien pasará de mentor a enemigo del muchacho, replicando en parte el arco dramático del film original.
Pero no hay aquí reflexiones sesudas sobre las estructuras del poder y sus consecuencias sobre el alma humana; tampoco un intento de sátira. Más allá de la pintura sobre el mundo de las altas finanzas y los deseos de Stone por tomar contacto con la historia reciente –a mitad del film estalla la crisis de 2008 disparada por la burbuja inmobiliaria, de la cual todavía pueden sentirse los coletazos–, resulta notable cómo esta dilatada segunda parte elige hacer foco, fundamentalmente, en la relación sentimental de la pareja. Si en el ’87 Sheen era tentado en un principio por el dinero fácil, las chicas bellas y un poco de cocaína, a LaBeouf le van más las motos de alta gama y la estabilidad de la monogamia. ¿Signo de los tiempos? Tal vez. A tal punto la saga de reconciliaciones familiares termina devorándose el resto de los múltiples elementos del relato que Stone no puede evitar caer en algunos lugares comunes de la serie televisiva más rudimentaria, fundamentalmente en el último tramo (el epílogo de la película es, como mínimo, involuntariamente risible).
Wall Street: El dinero nunca duerme puede ser vista como un divertimento ligero y hay pistas de que Stone va en busca de ello en la comicidad de ciertas escenas, en la inclusión de pequeños papeles para figuras como Susan Sarandon, Eli Wallach o Sylvia Miles, roles escritos para caer en el clásico casillero del comic relief, aquellos personajes que alivian la tensión dramática insuflando humor. Siguiendo esa lógica, la película no pide del espectador mucho más que algo de paciencia, entregando a cambio una historia con cierto ritmo, rasgo esperable de un experimentado narrador como Stone (ver Un domingo cualquiera, un film tenso, nervioso, visceral y terriblemente divertido). Pero el film no tiene mucho para decir sobre Wall Street y la especulación económica y bien podría transcurrir en el mundo de la industria farmacéutica o en el de los fabricantes de gomaespuma. Parafraseando la frase que cierra Irreversible, el largometraje de Gaspar Noé, Stone se contenta con sostener la idea de que el dinero todo lo destruye. Interesante tesis que exige ser diseccionada, no vociferada como macchietta ideológica.