Innecesaria humanidad
La venganza fue el motor que alimentaba la última media hora de Wall Street, aquella película de 1987 que, vista la decadencia en la que ha caído la carrera de Oliver Stone, bien puede ser considerada hoy un clásico en su filmografía aunque sin haber sido una gran obra. Y la venganza vuelve a ser el detonante, pero más explícitamente, en esta Wall Street: el dinero nunca duerme, por lo que uno podría suponer que se está ante un interesante aggionarmiento de aquel film a 23 años de su realización. Pero algo que habitualmente se filtra en las películas de Stone, la obviedad bienpensante, termina por dilapidar los escasos méritos de una película regular, estirada y, por momentos, muy aburrida.
Wall Street fue vista en su momento como la Biblia del yuppie, en una década donde el corredor de bolsa se terminó convirtiendo, dentro de una economía de mercado que comenzaba a inflamarse de importancia, en un personaje más habitual. Que haya sido estrena en 1987 fue una forma de cerrar una década. Sin embargo el film no era tanto una lectura del contexto, sino más bien un conflicto humano en el cual un tipo común (Charlie Sheen) se terminaba involucrando con feroces tiburones (la cima era el Gordon Gekko de Michael Douglas) y terminaba perdiendo y perdido. El film era lo suficientemente cínico como para carecer de redenciones y tenía una gran actuación de Douglas, quien a partir de ahí se transformaría en el referente habitual para componer a esos tipos podridos por dentro pero siempre con buena fachada.
Uno puede entender este retorno de Stone al viejo material por el lado de que necesitaba insuflar algo de popularidad en su alicaída carrera y, además, porque el mundo de las finanzas daba nuevos temas para invocar otra vez al mefistofélico dinero y a la codicia humana como centro de todos los males del mundo. La crisis de 2008 y, por elevación, la Lehman Brothers aparecen aquí como el horizonte sobre el cual Stone retoma a Gordon Gekko. Un Gekko que sale de prisión y se encuentra ante un nuevo tablero sobre el cual mover sus fichas.
Jake Moore (Shia LaBeouf) es lo que era Bud Fox hace 23 años: un joven con ganas de escalar posiciones dentro de Wall Street. Pero hay dos elementos que lo movilizan: 1- vengar el suicidio de su mentor, por el que culpa al temible inversor Bretton James (Josh Brolin, otra vez notable); 2- su novia, Winnie (Carey Mulligan), es la hija de Gekko y qué mejor que reencontrarlos a la vez que recibir algunos consejos del suegro para escalar posiciones. Si antes Fox quería invertir en una aerolínea donde trabajaba su padre, ahora Moore está ilusionado con las inversiones en el terreno de la energía ecológica.
Lo más interesante que tiene Wall Street: el dinero nunca duerme es precisamente la relectura del material original. La estructura es casi la misma y esto no es pereza, sino una demostración de que el mundo de las finanzas actual es un espejo, deformado, de aquel otro. Y de que las crisis se reiteran y que los norteamericanos confían en sus instituciones con un nivel de ingenuidad mayúscula: el mundo de Wall Street es mostrado como un submundo, uno que en otro nivel maneja los hilos de la realidad tal cual la conocemos. Pero además, pone a la ecología como política en un lugar de burbuja económica similar a lo que fue la industria pesada en la década del 80. Si antes se compraban empresas para luego fundirlas, ahora la inversión en energía no contaminante aparece como una bonita forma de exculpar ciertos pecados.
Pero a Stone no le alcanza con esta relectura para construir un buen film. Y mucho menos cuando aparece en el panorama algo que no estaba en la primera parte o que, si estaba, tenía más relación con los personajes. De más está decir que LaBeouf no es Sheen, y que si este podía ponerse a la par del Gekko de Douglas porque había una chispa de ambición podrida en su mirada, este es un tipo con demasiadas buenas intenciones para involucrarse en lo que se involucra. Uno casi no puede creerse la ingenuidad de Moore al ensuciarse con las miserias de Gekko. Pero aquello que aparece aquí y que antes brillaba por su ausencia era el factor humano. Gekko, que si bien mantiene premisas como que la “codicia es buena” y que “el dinero nunca duerme”, ahora descubrió que algo que no tiene precio es el tiempo. Y el tiempo, entiéndase, adquiere aquí la necesidad de retomar el vínculo perdido con su hija.
Uno descree de la construcción maniquea de los villanos, que no sienten compasión ni ante un bebé descuartizado. Pero la forma en que Stone expone aquí el vínculo padre-hija no sólo es incompatible con los personajes, sino que trae como consecuencia un epílogo ridículo y para nada conectable con el mundo de miserias que se nos quiso mostrar durante dos horas. Eso desde lo argumental, porque desde lo narrativo este conflicto (que también es una relectura del que mantenían Charlie Sheen y Martin Sheen en el original) convierte a la película en derivativa. Entre las demasiadas subtramas que se abren, esta es la menos convincente y la que, por las necesidades del director de cerrar su historia, la que termina por contaminar demasiado a la película hasta quitarle toda su supuesta fiereza y cinismo. Si el interés del espectador se mantiene es por las buenas actuaciones (salvo LaBeouf, está dicho) y por la seducción que sigue generando el Gekko de Douglas.
Wall Street: el dinero nunca duerme se termina pareciendo un poco a aquello que decía Scorsese en Casino, sobre cómo la corrección política había convertido aquellos infiernos del juego en cuasi geriátricos para vacacionar un fin de semana. La película de Stone es ese paraíso de descanso en el que uno puede reconocer cada uno de los tópicos que se presentan, pero casi sin darse cuenta, sin tomar conciencia de la tontería en la que se convierte su supuesta denuncia: porque ese es otro problema, cómo cada parlamento se transforma en una bajada de línea que sale por elevación para que el espectador ate los cabos con lo que pasa en la realidad -hay una metáfora con niños jugando con pompas de jabón que, por repetida y evidente, se torna una pavada-. Lo que dice la película uno lo ha podido leer en diarios o visto en la televisión, no hay mayor novedad aquí y esto hace que el film se desmorone por la falta de fuerza de su propuesta. Para poner un ejemplo, una comedia como Las locuras de Dick y Jane decía lo mismo que esta película, pero hace cinco años cuando el caso ENRON estaba todavía en boga y cuando para la crisis de 2008 faltaban tres años.