Pirotecnia y solemnidad
La película basada en el popular videojuego defrauda, sobre todo por los buenos antecedentes que traía su director.
Los comienzos de la carrera de Duncan Jones estuvieron signados por las dudas generadas por su condición de “hijo de”. No era para menos: su padre era David Bowie. Pero con el díptico compuesto por En la Luna y 8 segundos para morir, el realizador mostró que los vínculos filiales eran simplemente eso, y que en él había un director interesante, con ideas y una visión del mundo. Todo eso hasta ahora.
Basada en el popular juego de estrategia homónimo, Warcraft, que aquí se estrena con el subtítulo El primer choque de dos mundos, es otra de esas superproducciones ruidosas, pirotécnicas, vacías y solemnes a la que Hollywood ha acostumbrado al público en los últimos años.
El film plantea el enfrentamiento entre la comunidad de los Orcos, provenientes de un mundo que ya no existe, y el de los humanos. Los primeros están dominados por una magia “mala” y verdosa, mientras que los segundos los combatirán no sólo con espadazos y fuerza física, sino también con una magia “buena”.
Si lo anterior suena a delirio se debe a que lo es. Los personajes y las acciones suceden no tanto por la lógica del relato como por la voluntad de un guión de hierro, atado a todas y cada una de las fórmulas del cine de gran espectáculo moderno. Las escenas de las batallas, eso sí, tienen una violencia poco habitual, mientras que algunos personajes parecen estar ahí con miras a una secuela. Los pésimos resultados de taquilla y crítica en Estados Unidos invitan a pensar que quizás nunca se filme, aunque su éxito con récord en China podría cambiar esa decisión. Lo concreto es que El primer choque de dos mundos resulta una película del montón.