Cuestión de principios
A primera vista, las desventuras de una joven buscando a su mascota extraviada pueden predisponer al patetismo, al golpe emotivo frontal y efectista. Que es un poco el riesgo que asoma al inicio de Wendy y Lucy , aunque después el registro áspero y despojado matice las cosas, desplazando el centro de interés a un simple devenir, a un estado de ánimo y una cuestión de principios (cinematográficos) antes que a una historia “mínima”.
De todos modos, el argumento existe y es bien concreto: Wendy viaja hacia Alaska a bordo de su auto destartalado, junto a su perra Lucy, en vistas a incorporarse a su nuevo trabajo. Pero el coche falla y así chica y perra quedan varadas en un pequeño poblado en Oregón. Pero eso no es todo: la falta de dinero y la desesperación llevan a Wendy a perpetrar un delito menor, y cuando ésta sale de la comisaría Lucy ya no está atada al poste donde la había dejado su dueña. Allí comienza el periplo de Wendy por reencontrar a su única compañera, mientras intenta a su vez hallar la salida de un lugar hostil y deprimente.
Y es esa apertura a un terreno ruinoso el que le da valor al filme: Kelly Reichardt subraya todo el tiempo, a través de una fotografía cuidada y precisa, los residuos de una Norteamérica tardía y pos-todo, ya bien lejos de ese “lado oscuro” del sueño estadounidense. En Wendy y Lucy no hay lado oscuro ni promesa de un lugar mejor: sólo superficie, en la forma de baldíos, supermercados, basurales y estaciones de servicio. Y Wendy, por encima de todo, como una heroína romántica cuya juventud alberga los últimos estertores de dignidad (el excelente trabajo de Michelle Williams, en ese sentido, es determinante para sostener el filme).
El problema, en todo caso, está en cierto preciosismo indie (del que Reichardt no consigue despegarse del todo, aunque esquive los clichés del género) y en la duración de la historia en relación a la película: tal vez demasiado “mínima” para sus 80 (y de a ratos morosos) minutos.