En una conferencia pronunciada en Sendai, Japón, Pedro Costa, uno de los directores menos conocido pero más importante de la actualidad, decía: “Para mí, la función esencial del cine es hacernos sentir que no todo está bien”. La lacónica definición del director portugués podría ser una síntesis del objetivo del cine de Kelly Reichardt, una de las pocas voces legítimamente independientes del cine estadounidense. Wendy y Lucy, la segunda colaboración con el guionista Jon Raymond (también responsable del guión de su último film), como sucedía en Old Joy, ofrece un retrato de aquello que “no está del todo bien”. La famosa tierra de las oportunidades es una ilusión colectiva. Michelle Williams es Wendy; su única compañía es una perra llamada Lucy, su única posesión un auto viejo. En el transcurso del relato los perderá, y el viaje a Alaska, que quizás implique una esperanza discreta para el personaje, permanecerá en fuera de campo, no sucederá, aunque se sugiere algo a través de una sutil banda de sonido en donde el sonido no deja de invocar y repetir un objetivo de su heroína: seguir de viaje. Lo que importa aquí no es tanto qué sucede sino cómo elige contarlo Reichardt. Políticamente lúcida y profundamente humana, la tercera película de Reichardt no es otra cosa que América en tiempos de Bush, América pauperizada, América destituida de su aura mítica de ser el topos de la libertad y la bonanza infinitas. Dos escenas clave, aunque camufladas como secuencias de transición, develan qué era y qué es América: el máximo gesto de solidaridad en toda la película le pertenece a un guardia, un hombre mayor, que le regala a Wendy unos dólares; en otro momento, el vigilante de un supermercado expresará inadvertidamente la filosofía social de una nación: “Si una persona no puede pagarle la comida a su perro, entonces no debería tener uno”. En Wendy y Lucy se siente, plano tras plano, cómo el dinero establece el orden de todas las cosas.