Todo por una sonrisa
Después de recorrer varias críticas sobre Whiplash me ha llamado la atención encontrar escasas referencias o asociaciones a la cuestión militar dentro de la película. Es probable que la constelación cultural nos haga dificultoso asociar el arte y la milicia, pero lo cierto es que el tipo de vínculo que se establece entre el alumno Neiman y el profesor Fletcher es muy similar al que un impetuoso soldado pudiera establecer con un sargento exigente y particularmente cruel.
El film no pone ningún impedimento para que establezcamos esta asociación, incluso la promueve. El destacado director del conservatorio de música Shaffer tiene condiciones físicas tan asequibles a un músico como a un atleta: robusto y musculoso, su rostro es huesudo, de rasgos cuadrados y mandíbula prominente; su vestimenta, cómoda y entallada, es tan propicia para el ensayo musical como para el ejercicio físico.
El trato hacia el alumno, entendiendo a éste como un subordinado inferior, nos recuerda el trato de algunos clásicos del cine bélico de los héroes que deben superar las dificultades de un tortuoso entrenamiento. Desde los insultos del sargento Foley a Zack Mayo en Reto al destino, pasando por el “maldito cocinero” del instructor De Carl al aspirante Brashear en Hombres de Honor, hasta el maltrato hacia la teniente O’Neill en G. I. Jane. Abundan en Whiplash las frases marciales pronunciadas por el director Fletcher: “Ya veo por qué tu mamá te abandonó. Maldito judío”; “Reemplazos: ¡limpien la sangre de mi batería!”, “No hay tiempo para suplentes!”.
La obsesión por el horario, tan recalcado por la tradición militar, también está presente en el film, a través de la sarcástica burla de ordenar a Neiman estar a las seis de la mañana en punto, y obligarlo así a esperar durante tres ansiosas e innecesarias horas.
Los efectos del maltrato moral y abuso de autoridad también son protagonistas. Los alumnos se vuelven ansiosos, sus actitudes competitivas se ven acentuadas. Los nervios, los autoreproches, la violencia contenida aparece en escena. El modo de escapar al sentimiento de ser humillado es el ensayo, la obstinación en la ejecución del instrumento que llevará al éxito. Entre bizarro y dramático, la sangre no es un límite al momento de ejecutar el acto con desbocado frenesí.
Sin embargo, más allá de la parafernalia marcial puesta en escena, el film trasluce el drama humano de la búsqueda del reconocimiento. En una ocasión el padre de Andrew le pregunta, refiriéndose a Fletcher: “¿Te importa su opinión?”. La pregunta es de quien desde afuera sospecha que hay algo más en Andrew que el simple gusto por tocar la batería. Se trata de la búsqueda del reconocimiento, y de esa búsqueda parte el frenesí obsesivo. Neiman se propone ser el mejor baterista del siglo veinte, su vida se reduce a ese fin: en sus palabras es preferible “que te recuerden cuando no estés aunque muera a los treinta cuatro años”.
El éter en que se sostiene este ímpetu ambicioso es la idea de genio. Un término éste que comienza a ser utilizado en el siglo dieciocho, y que conectado a la idea de espíritu e inspiración, era aplicado a seres particularmente dotados de gran talento y de riqueza inventiva o creativa. A Neiman, la ilusión de que el único amor posible del genio es su obsesión, lo lleva a abandonar su relación de pareja. Sentado en un bar frente a su novia, le da los motivos por los cuales entiende que deben separarse: “Perseguiré mis objetivos, pensaré sólo en la batería… quiero ser grande… uno de los grandes”. Perspicaz, ella le pregunta: “¿Crees que yo lo evitaría?”.
En el aire de la película deambula el fantasma de un genio particular que revolotea en la obsesión del maestro: Charlie Parker. La anécdota de que Charlie Parker comenzó su transformación en genio musical a partir de una humillante agresión en la que un baterista le arroja un platillo es el vértice desde el cual el profesor legitima sus cruentos métodos. “Yo iba a empujar a la gente más allá de lo que se esperaba” “El jazz se está muriendo” “No hay dos palabras más nocivas en el mundo que ‘bien hecho’. “El próximo Charlie Parker nunca se desanimaría. Nunca tuve un Charly Parker. Lo intenté y nunca me disculparé por intentarlo”.
Sin embargo, aquellas razones que el maestro da para justificarse, pueden ser invertidas. El fin puede ser el medio y el medio pasar a ser el fin. Los argumentos podrían no ser más que meras racionalizaciones, excusas, artilugios temáticos para lograr su verdadero fin: amedrentar y disfrutar del malestar y desequilibrio que promueve en sus alumnos. Un profesor que ha encontrado en la exigencia musical un medio ideal para dar vía libre al gusto por humillar y castigar a otros.
La balanza hacia un lado u otro del dilema lo inclina no tanto el hecho como la interpretación de cada observador. Lo que sí nos hace saber el film es que sus métodos demuestran un posible fracaso. El momento reservado para mostrar la sensibilidad del insensible instructor es cuando derrama unas lágrimas. Se nos hace saber allí el derrotero final de su éxito como gran formador y descubridor de genios. Un trompetista, estudiante de Shaffer, que no era considerado por otros profesores y a quién él trajo a su banda y formó y que en poco tiempo logró ser la primer trompeta de Marsalis, ha fallecido. Fletcher dice que ha muerto, y suelta unas lágrimas. El film nos muestra posteriormente que se ha suicidado. El suicidio cambia el significado de su muerte, y compromete a Fletcher y su método.
Volviendo al tema del reconocimiento, la creencia en el genio que se consagra requiere de dos términos: el genial espíritu superdotado y el observador que reconozca ese genio, alguien que diga qué es genial y qué no. Neiman y Fletcher son los postulantes a ambos puestos. El instructor juega con el velo de la suposición de que él tiene la lupa del talento, capaz de detectar y visualizar al genio que emerja entre la multitud de mediocres, a ese Charlie Parker que tanto ansía encontrar. Andrew juega a postularse como ese genio del jazz, fantasma y reedición de un nuevo Parker. En este juego de velos, el director se presenta como si tuviese la posibilidad de descubrir y otorgar una gema, y el alumno se comporta como si supiera que quien lleva la gema dentro es él. Esa danza articula la relación de maestro y discípulo.
Paradójicamente, el encuentro se da en el momento menos esperado. El maestro invita al alumno al teatro a tocar y le tiende una celada para demostrar su fracaso. Pero ante el inmanente desencuentro definitivo se produce el final feliz. La danza de los reconocimientos encuentra su clímax. Director y orquesta desarrollan el repertorio. Sobre el final, tras un juego de planos y miradas, el alumno busca el gesto de asentimiento del maestro, intuyendo que la gema que busca está saliendo de su ser. El maestro lo lleva, lo guía con las manos, hacia el ascenso que busca. El alumno busca con la mirada el gesto de asentimiento del maestro. Finalmente, el maestro asiente con una sonrisa.
Como dos amantes que luego de fatigosos encuentros logran coincidir en su punto de éxtasis.