Siempre Alice: el olvido de las cosas La estructura de la trama de las películas de catástrofe nos permite establecer una analogía con Sill Alice, drama cinematográfico dirigido por Westmoreland y Glatzer, estrenado en 2014. Sean de ciencia ficción o fantásticas, suelen comenzar con la aparición de un detalle anómalo, que suele confundirse con una casualidad, un error o un fenómeno natural, y que será el indicio de algo devastador. Caben al respecto dos ejemplos. Sólo, en la guardia de su sala de investigación en Hedland, en el atlántico norte, en El día después de mañana, un científico observa que una de las boyas de control térmico del océano titila detectando una baja de la temperatura. La primer impresión es que se trata de una falla del sistema, un error previsible. Sin embargo, inmediatamente se encienden otras dos boyas. Ya no es un error, se trata del signo de la inminencia de la catástrofe. En La guerra de los mundos, el primer indicio de la fuerza extraterrestre que ha invadido la tierra es una nube negra que está cerca de la casa de Ray Ferrier, un trabajador portuario protagonista de la película. De esa nube salen hacia la tierra una serie de rayos que en principio son confundidos con una tormenta natural. La catástrofe subjetiva que padece Alice tiene un inicio similar. El primer olvido que nos muestra el film es perfectamente asimilable a un olvido casual. Ella está dando una conferencia ante un auditorio, todo se desenvuelve de manera natural, sólo que en determinado momento de la exposición ella tiene una laguna. Se genera un espacio de silencio, una expectativa. Momentáneamente ha olvidado una palabra, común para su disciplina, que suele utilizar, pero a la brevedad la recuerda. Distendida, incluso se permite un chiste respecto al champagne. Como las boyas del científico, ese olvido es índice de la catástrofe que está sucediendo en ella. Alice Howland es una destacada investigadora de Lingüística de la Universidad de Columbia que padece alzheimer prematuro. En un acertado juego de ironías, a la especialista en los misterios del lenguaje –uno de los libros que ha publicado se llama “De neuronas a sustantivos”- le toca padecer la enfermedad cuyo síntoma inicial es la sustracción de las palabras a quien la padece. Basada en una novela homónima escrita por Lisa Genova y publicada en 2007. La película narra el proceso que transita la protagonista a partir de ese nimio y fatídico olvido. De forma casi documentada, con crudeza en la presentación pero sin caer en sentimentalismos básicos, lo que se lleva a la pantalla es el registro diario de un deterioro vivencial y personal. Si bien sabemos el final de la historia, porque en las escenas iniciales el Dr. Benjamin le aclara a la protagonista y al espectador cuál es el recorrido inevitable de la enfermedad que la aqueja, sin embargo, desde los primeros tramos, el film se permite jugar con la incertidumbre de la intriga. Al tono dramático del film el director sabe agregarle un elemento de pavor que hace que algunos pasajes nos despierten emociones propias de otros géneros. Se promueve, en estos primeros tramos, una espera inquietante, basada en no saber el momento en que esos indicios de la enfermedad van a comenzar a desplegarse. Escenas en la que se muestra a Alice sola, desconcertada y dubitativa, temerosa ante algo inminente. Si a esto le sumamos el uso de la musicalización para determinadas escenas, el clima que se logra es ominoso. Uno de los puntos más álgidos en este sentido tal vez sea el momento en que Alice se dispone a ir a correr por la playa con John, su marido, en una casa que están alquilando en unas vacaciones sobre el mar. Justo antes de salir siente necesidad de ir al baño. Con rebosante alegría ante el inminente paseo en común por la playa, Alice entra en la casa y se dirige al baño. Ella se detiene y se muestra confundida. La escena es desconcertante y con tintes tétricos. El espectador sospecha lo que va a pasar, Alice pareciera que también. La música acompaña un clima de desconcierto, de incertidumbre. Alice duda si subir o bajar las escaleras, baja. Luego abre una puerta, es un guardarropas. Duda. Abre otra puerta, es una pieza. Luego entra a una habitación. Se consterna. La música acompaña el clima de desconcierto. La escena termina con John acercándose porque ella se demora demasiado, y cuando la ve, observa el pantalón de jogging que lleva puesto mojado. “No pude encontrar el baño”, y llorando expresa: “No sé donde estoy”. Con un optimismo cándido y fervoroso, Alice renueva día a día su propósito de continuar. Enternece la manera en que se aferra vitalmente a una tarea cuyo destino es la imposibilidad. Su enfermedad empeorará día a día, no hay posibilidades de retorno a un estado anterior. Sin embargo, tras cada bofetada recibida ella se reincorpora con la tenacidad y la ilusión de la primera vez. Trasmitir ese tesón vital teñido de inocencia es tal vez el mayor logro de la actriz, y posiblemente el motivo de la voluminosa identificación y empatía que el personaje genera. En la medida que el alzheimer le sustrae sus palabras y sus recuerdos, el camino que transita es hacia su propia desaparición. Pero esta desaparición también es padecida por su familia, que va observando como su subjetividad se va extinguiendo, como si se fuera sumergiendo en arenas movedizas, y fuera cada vez más pequeña la porción de Alice que les va quedando. Quien más se niega a esta desaparición es la hija menor Lydia. De los tres hijos es quien no ha averiguado si porta el gen de la enfermedad, y ha decidido vivir en esa incertidumbre. Si hay una escena que representa el modo en que Lydia niega lo que le sucede a su madre es el momento en que descubre que esta última ha estado husmeando en su diario personal. De manera casual, en una charla, Alice hace un comentario a su hija sobre una actuación que ésta había realizado en el teatro junto a su novio: “Tú y Malcom representaron a los mormones, ¿no? ¿Marido y mujer? Hiciste las escenas, en tu clase de actuación”. “Sí. ¿Cómo sabías eso?”, pregunta la hija. “No lo sé, debes habérmelo contado”, responde Alice. “No te lo conté”, replica Lydia. y el silencio irrumpe. “Bueno, entonces no sé como sé esto”. “Mamá, ¿leíste mi diario?”. El momento es desconcertante hasta la crueldad. Alice parece sospechar lo que ha sucedido, pero no tiene los medios neurológicos para percatarse totalmente de la situación. Sólo queda pasmada, titubeante, intentando disculparse por lo que no recuerda, como un ciego que ha dejado el rastro de barro y no puede ver en qué consiste aquello que lo delata. A partir de allí, continúa sucediendo lo que es esperable que suceda. El deterioro de la personaje va in crescendo. Tal vez emerge para destacar una de sus últimas situaciones sociales que vive, cuando es invitada por el Dr. Benjamin a una ponencia sobre las vivencias de quienes padecen alzheimer prematuro. La enfermedad está en un punto en que debe ir tachando con fibrón los renglones que ya ha leído para no repetirlos. Un final predecible y anunciado cierra la película de manera abrupta, generando sin embargo cierta sorpresa. Como si la obra jugara a que como espectadores estuviésemos hasta último momento esperando que lo que sabemos inevitable, pueda no suceder.
Sin lugar para bonachones La película Calvario, de John Michael McDonagh, estrenada el año pasado, posee un inicio original. En una parroquia de un perdido pueblo costero de Irlanda, un sacerdote está confesando a los fieles. Un hombre, cuyo rostro no vemos, le cuenta en el confesionario que siendo niño ha sido violado durante cinco años por un cura. El violador ha muerto tiempo atrás, de modo que no es posible un juicio o una denuncia contra él. La víctima decide entonces vengarse con el padre de la parroquia. El motivo parece sencillo: es un cura bueno. “Voy a matarlo a usted, padre”, le avisa, “Lo mataré porque no ha hecho nada malo. Lo mataré porque es inocente”. La amenaza incluye la fecha y el lugar: el domingo siguiente, en la playa. Fuera del ámbito de la confesión, sin el arrepentimiento y la solicitud del perdón divido, lo que el penitente hace no es una confesión, sino una amenaza. Un hombre abusado por un cura perverso decide castigar por el hecho a un cura ejemplar. Sin embargo, lo más singular del film, no es tanto las motivaciones psicológicas y sociales del asesino sino el consentimiento con que le reverendo acepta el destino impuesto por la amenaza. Una pregunta emana de la estructura de esta trama. ¿Por qué acepta condescendientemente la ejecución? ¿Qué lo lleva a tomar ese camino? ¿Por qué, teniendo una hija de la que se ha distanciado, y con quien luego de mucho tiempo logra volver a encontrarse y a “perdonarse” mutuamente para reiniciar la relación, sin embargo, vuelve a abandonarla al optar por ir a la ejecución? La decisión que el sacerdote toma no es impulsiva ni abrupta. Hay una meditación y un tiempo de reflexión al respecto. También sabe que lo espera la muerte. Lo advertimos por la respuesta que le da al asesino cuando éste, antes de ejecutarlo, le pide que “Diga sus plegarias”. “Ya lo hice”, responde el cura. Si bien no es posible conocer las razones de esta parsimonia marcha hacia la ejecución, sí es fácil observar la recepción hostil que la pequeña comunidad de ese pueblo tiene con la iglesia y con su mensajero. A partir de la amenaza inicial, la película describe un itinerario semanal en el que se presentan una seguidilla de situaciones que convierten esos días en una especie de vía crucis. En este periplo se nos revela una comunidad desintegrada. El rebaño que James, ese es su nombre, tiene la misión encomendada de cuidar, está sin esperanzas y desperdigado, y espiritualmente arrasado. Un hombre viejo quiere despedirse de la vida voluntariamente, para evitar el deterioro corporal que una muerte lenta implica y con este propósito solicita un arma a James, si es posible una Walter PPK, con la que se mató Hitler. Verónica, una mujer golpeada y adicta a la cocaína, se muestra decidida a persistir en el camino de vida que ha tomado. El millonario Michael Fitzgerald, que se ha enriquecido gracias a retirarse a tiempo de los negocios de la finanzas antes que el sistema cayera y entrara en crisis, está sumergido en una depresión tras ser abandonado por su esposa y sus hijos. El joven Milo, hundido en el aburrimiento y el esplín existencial, no encuentra motivaciones para seguir adelante con su vida, y se debate entre suicidarse y alistarse en el ejército. Jack, quien luego descubriremos que era quien amenazó al padre, vive un presente atribulado, perseguido por los fantasmas de abuso y violación de su pasado. El dueño del bar del pueblo posee una hipoteca que los bancos le van a ejecutar. Como para agregar cinismo a esta hecatombe existencial, la única pareja que se ama y que parecía vivir feliz, es separada por el destino mediante un accidente vial. Quien muere es un biólogo marino francés que choca en la ruta contra un auto en el que viajaban cinco adolescentes borrachos. Muere el marido y los cinco adolescentes. La esposa del biólogo lo acompaña y comienza esa noche su viudez. Un dato a resaltar de este dantesco cuadro del devenir humano, es que la mayoría de los personajes de este pueblo rondan los cuarenta años. Los muchachos de “Transpoiting” han crecido. Ya no estamos en el mundo de los adolescentes heroinómanos del film de Boyle, emblemáticos de la cultura del reviente. El momento apocalíptico ha pasado. El film muestra, tal vez hasta la hipérbole, una comunidad en cenizas. ¿Qué sucede con el mensaje de la iglesia en este contexto? La búsqueda de comprensión del reverendo y su insistencia en acercarse a las ovejas descarriadas, es rechazada de plano por la mayoría de los pueblerinos. “Esta no es una misión. Su sermón terminó”, le dice el negro Simon, ante el pedido de explicaciones del cura. “¿Por qué ustedes nunca dicen nada sobre eso?”, le recrimina el budista tibetano dueño del bar, a quien los bancos le acaban de ejecutar su hipoteca. Verónica, la mujer golpeada, le recomienda no insistir para ayudarla porque “Soy un caso perdido”. El rebaño se comporta como si hubiese una actitud empedernida en permanecer en su estado, satisfechos de su ruina vital. “Todas las cosas quieren perseverar en su ser”, interpreta Borges que dice Spinoza. En este contexto, el padre James simplemente está de más. Se transforma, de un reverendo buscando guiar a las ovejas, en un cura cargoso. El colmo del rechazo se observa cuando, en una corta caminata que James hace con una niña que se ha separado de la playa y con quien entabla una breve conversación, es sorprendido por el padre de ésta, quien enardecido de bronca y sospechando alguna mala intención le grita a la hija que se suba al auto. El film nos expone una comunidad deshilachada, sin filiación al prójimo, que requiere algún tipo de reorganizador, pero ese lugar no está previsto para ser ocupado por un cura, y menos por un cura miembro de una iglesia que ha dado las espaldas a la devastación económica que ha sufrido esa sociedad en los años posteriores a la crisis. Al respecto valen las asociaciones que se puedan establecer entre la bronca y decepción de ese pequeño pueblo de Irlanda, y el discurso que sostiene la iglesia sobre el capitalismo a partir de la elección de su último Papa. Una enseñanza nos deja el film. El discurso de la iglesia es el discurso del amor, pero la iglesia no genera el amor, sino que se nutre de él. Una población deshilachada, que ha perdido los lazos básicos de comunidad y filiación al prójimo, no es tierra fértil para su discurso. Es posible entonces que una de sus condiciones de posibilidad sea la existencia de la familia como célula germinal de la sociedad, y de allí que tantos esfuerzos realice para restituir esta célula fundamental. Finalmente, hacemos un lugar aquí para un comentario respecto a la escena más brutal de la película. Antes de partir su hija, en el aeropuerto, el padre James observa cómo trasladan el ataúd en que llevan los restos del biólogo francés. El personal a cargo se detiene en medio de la plataforma, y uno de ellos se pone a conversar con el otro, apoyado sobre el ataúd como si se tratase de una barra o una mesa de pool. James mira por tres veces la escena, el director la muestra otras tantas. Una escena tan impactante como la innecesaria repetición del final, con el tiro tres veces repetido sobre el cráneo del padre James. Brutal en el relato, brutal en las formas, la pregunta final que podemos realizar es si el director nos deja una descripción escéptica de una realidad para observarla, o para generarnos algún tipo de movilización interna al respecto.
Un elogio para El método peligroso De algún modo es posible concebir a Un método peligroso como un homenaje. En caso de ser así, podemos preguntarnos, ¿un homenaje a qué? La pregunta emerge porque se trata de un film, en cierto punto, inasible. Una obra que salpica hacia varios lados y que no responde fácilmente a las preguntas que uno pudiese plantearse sobre él. ¿Es un film irónico? ¿Es una apostasía del psicoanálisis? ¿Es una crítica a la ortodoxia y un camuflado elogio a Jung que podemos advertir en la lectura de las placas finales que relatan el destino de los personajes? ¿Es una pedagogía moral de la mentada abstensión del analista? ¿Es una irónica frivolización de aquellos iniciales años del psicoanálisis? ¿O es una loa a tales tiempos? Las preguntas asoman también merced a la habilidad del director de no posicionarse en una perspectiva fija y clara. Cual sea el caso, la obra de Cronenberg se presenta como una oportunidad para recordar algunos hitos relativos a esos tiempos. La película se desarrolla durante aquella época que Freud llamó “los heroicos años de aislamiento”, momento en que el psicoanálisis estaba en un período embrionario y comenzaba a emitir sus primeras ramificaciones. La escasa repercusión social que tuvo entonces la invención analítica se evidencia en el destino inicial de una de sus obras magnas. “La interpretación de los sueños”, texto inaugural del psicoanálisis, que en el curso de seis años a partir de su publicación vendió sólo 351 ejemplares, y cuya segunda edición no apareció hasta 1909. En este sentido se trata de un film con vocación histórica. Los elementos que se despliegan se atienen a los hechos “verídicos”, entendidos éstos como los reconstruidos por los biógrafos oficiales e historiadores del psicoanálisis. Hay algunos detalles que podemos traer a colación para evidenciar esta fidelidad mimética. La construcción de la correspondencia es casi exacta, a modo de ejemplo, las palabras que le dirige Freud a Jung, como despedida y ruptura del vínculo, “Con esto no pierdo nada, pues durante mucho tiempo he estado ligado emocionalmente a usted por un débil hilo, el efecto subsistente de decepciones anteriores” forman parte de la correspondencia con fecha del 3 de enero de 1913. Otro elemento “verídico”: los desmayos de Freud. Dos veces se desvanece Freud ante Jung. La primera vez, en el puerto alemán de Bremen, un 20 de agosto, antes de embarcar hacia Estados Unidos, mientras Jung hablaba sobre ruinas prehistóricas en las que se estaba excavando al norte de Alemania y Freud derivaba de esas palabras interpretaciones que lo comprometían. La segunda, tres años después, en una reunión de Munich, con motivo de una pequeña conferencia psicoanalítica, desmayo retratado en una de las escenas. Baste mencionar, como tercer elemento, el viaje que realiza a Estados Unidos invitado por Stanley Hall para disertar en la Clark University. Esta visita representó, en términos de Freud, el primer reconocimiento al psicoanálisis fuera de Europa. Después de varios días a bordo del vapor George Washington de la compañía Norddeutrsche Lloyd, antes de arribar a destino, Freud dice a sus discípulos: “Ellos no saben que les estamos trayendo la peste”. La anécdota nos llega a través de Lacan, quien afirma haberla escuchado de boca de Jung, en un cónclave psiquiátrico realizado en Suiza en los años 50’. Sagaz, Lacan agrega que esa peste tenía boleto de ida y vuelta, y retornó a Europa bajo el nombre de “Ego Psychology”. De los personajes representados, Freud no nos sorprende. No está puesto allí para sorprender. Sí tal vez Mortensen, pero no Freud. Y es que es mérito de Cronenberg haber hecho posible que el papel de Freud sea encarnado por Viggo Mortensen. Con un público acostumbrado a verlo mostrando sus músculos, tajeando el rostro de Stallone o realizando una matanza en Una historia violenta, es una propuesta impensada llevarlo a representar un personaje histórico, concreto, reflexivo, cerebral, bibliófilo. El encaje, no obstante, es magistral. La biografía ha construido a un Freud semejante al papel que Mortensen representa. Nos llega, cuatro generaciones después, un Freud distante, altivo en su inteligencia, capaz de llevar adelante un movimiento intelectual y político y que ha logrado conjugar las cualidades del líder de movimiento y de teórico de excepción. Cronenberg es fiel a ese Freud que nos llega. En este sentido, el film es, en algún punto, un film pro freudiano; entre la marea afectiva que somete a los personajes y el torbellino caótico de tensiones, emociones y desbordes, es Freud el único que se yergue con su deseo firme e inclaudicable sin ser perturbado por las tempestades que afectan a sus discípulos. No es Freud, sin embargo, la estrella de esta obra. Uno de los aciertos más notables y osados de Cronenberg es que el personaje principal de la película no es Freud, sino Jung, interpretado también notablemente por Michael Fassbender. Nacido en 1875, en una pequeña localidad suiza llamada Keswil, Jung fue hijo de una familia religiosa de origen alemán. Con un padre reverendo, no escapó al dilema que será oro para los teóricos que han analizado la cultura hogareña de la burguesía de fin de siglo: debatirse entre la vida pulcra y abstinente del “hombre de bien” y los goces ilícitos del lujurioso. Hijo único hasta los nueve años, los biógrafos lo describen como un niño retraído y solitario, de tendencia introspectiva -incidentalmente, un término de Jung que Freud pule e incorpora a su corpus teórico será el de “introversión”-. Profundamente religioso, a los 19 años y siendo estudiante lee una frase que lo impacta a tal punto que años más tarde la haría imprimir en el dintel de la puerta de su casa. La frase, extraída de un libro de compilación de citas realizada por Erasmo, “Collectaneae Adagiorum”, conocido como las “Adagias”, rezaba: vocatus atque non vocatus deus aderit, “invocado o no el dios estará presente”. Con casi veinte años menos de edad, conoce a Freud en 1906, cuando le envía un ejemplar de sus “Estudios de asociación diagnóstica”. Es conocida la crisis doméstica que Jung vivía por entonces producida por sus comportamientos polígamos que asumía como naturales. En este sentido solía afirmar que “la mejor manera de conservar un buen matrimonio es la poligamia”. Como si siguiera el molde teórico diagramado por el psicoanálisis para el obsesivo, Jung comparte un amor “sagrado” y casi asexuado por su prístina compañera de hogar Emma, y un indómito sexual hacia sus amantes. Dentro de la vocación histórica del film cobra relevancia el título de la obra. El método se asume como peligroso, pero, ¿qué es lo peligroso?, ¿a qué refiere esta advertencia? Al respecto no debiera dejarse de lado la posibilidad de ver la obra como una narrativa de aprendizaje y una didáctica moral de la abstinencia. El psicoanálisis tiene pocas reglas, pero elementales. Una, la regla fundamental de la asociación libre, la otra, la regla de abstinencia. Jung rompe esta última con su paciente Spielrein. “Rompí una de las reglas elementales de la profesión”, ruptura que no es sin costo sino al precio de sentirse “Culpable y dividido”. La película juega con la posibilidad de que sea Otto Gross quien inicia a Jung en los juegos prohibidos, llevándolo de las narices hacia una zona pantanosa de la que Jung intentaba protegerse. “No te reprimas nada…”, acicatea. Si para Jung la poligamia era el mejor modo de mantener un buen matrimonio, para Gross no es posible imaginarse “un concepto más estresante que la monogamia”. Además de resaltar que tal vez sea el de Vincent Cassel el papel más brillante del film, vale la pena un comentario sobre la participación en la película de Otto Gross. Sin haber sido una figura representativa para el psicoanálisis, sin embargo el director le dedica un espacio de mediana relevancia. La relación entre Jung y Gross va más allá de lo que el film muestra. Personaje histórico catalogado como genio malogrado, participa del grupo de pioneros de la primera hora, llegando a ser instructor de psicoanálisis de Ernest Jones -uno de los principales biógrafos oficiales de Freud-, en Burghölzli. Victima de una crisis delirante, Gross llega al consultorio de Jung en 1908. Al respecto Jones afirma: “después de curarlo de su morfinismo, nutrió la ambición de ser el primero en curar un caso de esquizofrenia”. El supuesto esquizofrénico sin embargo logró enmarañar a Jung. En una carta del 21 de agosto Jung le escribe a Freud: “…el caso me consumía en la verdadera extensión de la palabra; le sacrifiqué días y noches… …Esa experiencia fue una de las más duras de mi vida, pues en Gross descubrí muchos aspectos de mi propia naturaleza, a tal punto que él parece ser mi hermano mellizo”. No es sin fundamento entonces la ilusión verosímil con que juega el film de que sea Gross quien le da el empujón a Jung para entrar en lo que tanto anhelaba y temía: el goce abierto de lo ilícito. El film nos deja al respecto una picardía: ¿quién envía el regalito “Gross” a Jung? No debiera despreciarse la interpretación de estas sutilezas. El mismo Freud se muestra extrañamente absorto ante su error: “Es una lástima, nunca te tendría que haber enviado al doctor Gross. Fue culpa mía”. Con su espíritu de spleen y un aura de poeta maldito, habiendo sido acusado de incitar a dos mujeres al suicidio, cierta tradición ubica a Otto Gross como uno de los hombres iniciadores de la contra cultura, que, como tantos otros espíritus rebeldes y personajes outsiders, se vio atraído por el psicoanálisis a razón de esa veta revolucionaria que suelen encontrar en la teoría freudiana: la apertura hacia el tabú de la sexualidad. Paradojas de las disciplinas humanas, pues sabemos que Freud entiende que lo que podemos encontrar de la vereda de enfrente de la cultura es sólo la guerra y el tanatos. “Es innegable que todos los recursos con los cuales intentamos defendernos contra los sufrimientos amenazantes proceden precisamente de esa cultura”, encontramos en “El malestar en la cultura”. El destino que las líneas finales del film dan a los personajes declara que Gross “Murió de hambre en Berlín en 1919”, sin embargo, la versión de Jones indica otra cosa. Durante la primera guerra mundial Groos “se alistó en un regimiento húngaro, pero antes del término de la contienda cometió un homicidio y se suicidó”. Algunos críticos han entendido el papel de Keira Knightley como sobreactuado. Sin negar las posibles exageraciones gestuales del personaje adiciono a ese comentario una pregunta que podría cambiar el eje en la apreciación de su talento: si es verdad que sobreactúa, y tratándose del papel de una histérica; ¿para quién lo hace? Para los espectadores, para Cronenberg, o para Jung. En el último caso, la sobreactuación de Knightley no sería más que un síntoma bien representado de Sabina Spielrein. Es dable destacar también un detalle de su personaje: la única demanda puntual que Spielrein verbaliza frente a Jung es respecto a la verdad: “Te estoy pidiendo que digas la verdad”, le dice, una vez que se han distanciado afectivamente y con el fin de lograr ser aceptada como paciente de Freud. Logro no ya del personaje sino del guión, haber marcado subrepticiamente la fuerte relación entre la histeria y la verdad. Los datos sobre el destino de los personajes del final también nos deja sentidos abiertos. Todos los finales son fatales, excepto el de Jung. En las últimas escenas se lo ve atribulado y taciturno, culpable y sufriente, sin embargo, las placas narran que luego de haber superado su crisis nerviosa durante la primera guerra mundial, se convierte “en el psicólogo más importante del mundo”, y que tras haber sobrevivido a su esposa y su amante, muere “pacíficamente en 1961”. Finalmente, y más allá de las respuestas que se puedan dar a las preguntas que el film genera, vale realizar, tres años después del estreno y desde estas tierras de “quasi alla fine del mondo”, un elogio para Un método peligroso, mas no sea por la simple prudencia de no pasar por alto una obra en la que vale la pena detenerse y contemplar, con una observancia serena y reposada, el atrevido homenaje brindado a aquellos hombres impuros y geniales, que se debatían pasionalmente por un interés que apuntaba, de un modo u otro, a la búsqueda de una verdad.
Todo por una sonrisa Después de recorrer varias críticas sobre Whiplash me ha llamado la atención encontrar escasas referencias o asociaciones a la cuestión militar dentro de la película. Es probable que la constelación cultural nos haga dificultoso asociar el arte y la milicia, pero lo cierto es que el tipo de vínculo que se establece entre el alumno Neiman y el profesor Fletcher es muy similar al que un impetuoso soldado pudiera establecer con un sargento exigente y particularmente cruel. El film no pone ningún impedimento para que establezcamos esta asociación, incluso la promueve. El destacado director del conservatorio de música Shaffer tiene condiciones físicas tan asequibles a un músico como a un atleta: robusto y musculoso, su rostro es huesudo, de rasgos cuadrados y mandíbula prominente; su vestimenta, cómoda y entallada, es tan propicia para el ensayo musical como para el ejercicio físico. El trato hacia el alumno, entendiendo a éste como un subordinado inferior, nos recuerda el trato de algunos clásicos del cine bélico de los héroes que deben superar las dificultades de un tortuoso entrenamiento. Desde los insultos del sargento Foley a Zack Mayo en Reto al destino, pasando por el “maldito cocinero” del instructor De Carl al aspirante Brashear en Hombres de Honor, hasta el maltrato hacia la teniente O’Neill en G. I. Jane. Abundan en Whiplash las frases marciales pronunciadas por el director Fletcher: “Ya veo por qué tu mamá te abandonó. Maldito judío”; “Reemplazos: ¡limpien la sangre de mi batería!”, “No hay tiempo para suplentes!”. La obsesión por el horario, tan recalcado por la tradición militar, también está presente en el film, a través de la sarcástica burla de ordenar a Neiman estar a las seis de la mañana en punto, y obligarlo así a esperar durante tres ansiosas e innecesarias horas. Los efectos del maltrato moral y abuso de autoridad también son protagonistas. Los alumnos se vuelven ansiosos, sus actitudes competitivas se ven acentuadas. Los nervios, los autoreproches, la violencia contenida aparece en escena. El modo de escapar al sentimiento de ser humillado es el ensayo, la obstinación en la ejecución del instrumento que llevará al éxito. Entre bizarro y dramático, la sangre no es un límite al momento de ejecutar el acto con desbocado frenesí. Sin embargo, más allá de la parafernalia marcial puesta en escena, el film trasluce el drama humano de la búsqueda del reconocimiento. En una ocasión el padre de Andrew le pregunta, refiriéndose a Fletcher: “¿Te importa su opinión?”. La pregunta es de quien desde afuera sospecha que hay algo más en Andrew que el simple gusto por tocar la batería. Se trata de la búsqueda del reconocimiento, y de esa búsqueda parte el frenesí obsesivo. Neiman se propone ser el mejor baterista del siglo veinte, su vida se reduce a ese fin: en sus palabras es preferible “que te recuerden cuando no estés aunque muera a los treinta cuatro años”. El éter en que se sostiene este ímpetu ambicioso es la idea de genio. Un término éste que comienza a ser utilizado en el siglo dieciocho, y que conectado a la idea de espíritu e inspiración, era aplicado a seres particularmente dotados de gran talento y de riqueza inventiva o creativa. A Neiman, la ilusión de que el único amor posible del genio es su obsesión, lo lleva a abandonar su relación de pareja. Sentado en un bar frente a su novia, le da los motivos por los cuales entiende que deben separarse: “Perseguiré mis objetivos, pensaré sólo en la batería… quiero ser grande… uno de los grandes”. Perspicaz, ella le pregunta: “¿Crees que yo lo evitaría?”. En el aire de la película deambula el fantasma de un genio particular que revolotea en la obsesión del maestro: Charlie Parker. La anécdota de que Charlie Parker comenzó su transformación en genio musical a partir de una humillante agresión en la que un baterista le arroja un platillo es el vértice desde el cual el profesor legitima sus cruentos métodos. “Yo iba a empujar a la gente más allá de lo que se esperaba” “El jazz se está muriendo” “No hay dos palabras más nocivas en el mundo que ‘bien hecho’. “El próximo Charlie Parker nunca se desanimaría. Nunca tuve un Charly Parker. Lo intenté y nunca me disculparé por intentarlo”. Sin embargo, aquellas razones que el maestro da para justificarse, pueden ser invertidas. El fin puede ser el medio y el medio pasar a ser el fin. Los argumentos podrían no ser más que meras racionalizaciones, excusas, artilugios temáticos para lograr su verdadero fin: amedrentar y disfrutar del malestar y desequilibrio que promueve en sus alumnos. Un profesor que ha encontrado en la exigencia musical un medio ideal para dar vía libre al gusto por humillar y castigar a otros. La balanza hacia un lado u otro del dilema lo inclina no tanto el hecho como la interpretación de cada observador. Lo que sí nos hace saber el film es que sus métodos demuestran un posible fracaso. El momento reservado para mostrar la sensibilidad del insensible instructor es cuando derrama unas lágrimas. Se nos hace saber allí el derrotero final de su éxito como gran formador y descubridor de genios. Un trompetista, estudiante de Shaffer, que no era considerado por otros profesores y a quién él trajo a su banda y formó y que en poco tiempo logró ser la primer trompeta de Marsalis, ha fallecido. Fletcher dice que ha muerto, y suelta unas lágrimas. El film nos muestra posteriormente que se ha suicidado. El suicidio cambia el significado de su muerte, y compromete a Fletcher y su método. Volviendo al tema del reconocimiento, la creencia en el genio que se consagra requiere de dos términos: el genial espíritu superdotado y el observador que reconozca ese genio, alguien que diga qué es genial y qué no. Neiman y Fletcher son los postulantes a ambos puestos. El instructor juega con el velo de la suposición de que él tiene la lupa del talento, capaz de detectar y visualizar al genio que emerja entre la multitud de mediocres, a ese Charlie Parker que tanto ansía encontrar. Andrew juega a postularse como ese genio del jazz, fantasma y reedición de un nuevo Parker. En este juego de velos, el director se presenta como si tuviese la posibilidad de descubrir y otorgar una gema, y el alumno se comporta como si supiera que quien lleva la gema dentro es él. Esa danza articula la relación de maestro y discípulo. Paradójicamente, el encuentro se da en el momento menos esperado. El maestro invita al alumno al teatro a tocar y le tiende una celada para demostrar su fracaso. Pero ante el inmanente desencuentro definitivo se produce el final feliz. La danza de los reconocimientos encuentra su clímax. Director y orquesta desarrollan el repertorio. Sobre el final, tras un juego de planos y miradas, el alumno busca el gesto de asentimiento del maestro, intuyendo que la gema que busca está saliendo de su ser. El maestro lo lleva, lo guía con las manos, hacia el ascenso que busca. El alumno busca con la mirada el gesto de asentimiento del maestro. Finalmente, el maestro asiente con una sonrisa. Como dos amantes que luego de fatigosos encuentros logran coincidir en su punto de éxtasis.
HANNAH Y SUS VERDADES SUELTAS El film Hannah Arendt comienza con una captura. Es la recreación de un hecho histórico. A pocas cuadras de la calle Garibaldi, del partido de San Fernando, en el conurbano bonaerense, un hombre baja del colectivo que lo trae de su trabajo, un discreto puesto en una empresa, en horas de la noche. De caminar frágil y paso inseguro, avanza con un sombrero puesto, un portafolios en una mano y una linterna en la otra. La calle es de ripio, los alrededores, un descampado. Un camión de guerra estaciona delante del caminante. Dos hombres bajan, lo toman por la fuerza y lo introducen en el camión. Antes de arrancar, uno de los hombres agarra el portafolios que quedó tirado en la calle a consecuencia del forcejeo, pero deja la linterna que también cayó. La breve escena del inicio no es incidental. Se trata de la captura del jefe de la sección antijudía de la Gestapo, responsable de proceder al exterminio masivo de judíos en las cámaras de gas, tras su deportación y encierro en campos de concentración. Detenido por los Aliados en 1945, logra escapar a la Argentina, donde vive bajo nombre falso durante varios años, hasta el momento en que comienza el film. De algún modo la obra puede verse como la prehistoria de un texto. De los debates que se generan a partir de las peripecias de la captura y posterior juicio, germinará un ensayo que hará a Eichmann más famoso en la posteridad de lo que aún era en ese momento. Al modo en que el encuentro entre Truman Capote y Perry Smith da inicio a la concepción del clásico non fiction “A sangre fría”, el encuentro entre Hannah Arendt y el acontecimiento Eichmann inicia la gestación de “La banalidad del mal”. Los procedimientos informales mediante los que se efectuó la captura de Eichmann fueron objeto de debate respeto a la legitimidad de actuar por sobre las normas establecidas entre los estados. El gobierno argentino no estaba al tanto del llamado “Operativo Garibaldi”, e incluso en su momento dicho accionar generó algunos contratiempos diplomáticos entre el estado argentino e Israel. Al respecto, Horkheimer, tiempo después de sucedido el hecho, sostenía en “A propósito de la captura de Eichmann”, “Es evidente que las causas formales del procedimiento son insostenibles. Eichmann no perpetró sus asesinatos en Israel e Israel no puede desear que la captura de criminales políticos en el asilo, justa o injustamente hallado por ellos, se convierta en regla”. El film escenifica este debate a través de una discusión que se da entre un grupo de amigos que padecieron la persecución antisemita. El marido de Arendt, Heinrich, sostiene en un grito indignado: “Este juicio… es ilegal. El secuestro del servicio secreto israelí fue ilegal!”. Hans, un amigo de Hannah presente, ex voluntario del ejército británico integrante de la brigada israelí en 1944, responde: “Israel tiene el derecho sagrado de juzgar a un nazi por crímenes contra el pueblo judío”. Por su parte, Hannah sostiene que “Eichmann debió haber sido juzgado en Nuremberg pero escapó. Eso lo hace un forajido”. Establecidos el contexto histórico y expuestos los parámetros de debate, la película nos muestra la historia íntima de un registro y el efecto de ese registro: el texto. De a poco la trama comienza a centrarse en las impresiones que a Hannah le provoca el desarrollo del juicio. Algo en Eichmann captura su atención y su interés intelectual. A diferencia del resto, Hannah le cree a Eichmann. Para los demás Eichmann simplemente miente, engaña. Para Arendt, en cambio, se trata de algo diferente que un simple farsante. Busca entender, comprender lo que Eichmann tiene para decir. En este punto la directora pareciera simpatizar con la postura de Arendt, presentada como una mujer que al pretender mostrar una perspectiva diferente es atacada por una comunidad sumergida en un frenesí de justicia. Terminado el juicio, el film escenifica una especie de período larvario de una idea. Son escenas en las que Arendt muestra un recogimiento como si estuviera en el descubrimiento de una verdad que sospecha pero que no ve con claridad. En este sentido, los tiempos de su demora, las dilaciones, las conversaciones con el editor que le insiste telefónicamente, insinúan la incubación de una obra. La obra que está en camino es su clásico texto tardío sobre la “banalidad del mal”, cuya síntesis es expuesta en el final de la película. El concepto busca secularizar de algún modo la idea de mal. El mal no es cometido por seres diferentes al resto de los hombres. Para realizarlo no es necesario tener un motivo, fuertes convicciones malévolas, o una naturaleza particularmente cruel, sino que cualquier ser humano, sometido a determinadas circunstancias propiciadas por un sistema particular, y que se niegue a “ser persona”, es capaz de cometer los peores crímenes. Es la incapacidad de pensar, entendida ésta no como conocimiento sino como la capacidad de distinguir el bien del mal, lo que hizo posible que hombres corrientes cometan actos bárbaros a escalas inimaginables. Cada verdad tiene su tiempo, un timing para ser digerida. Hannah parece adelantarse al revelar su verdad, su cosmovisión del hecho. La comunidad no está en condiciones de aceptar y digerir una visión subjetiva tan distante de los efectos emotivos que la tragedia dejó tras de sí. Sin embargo, no es su tesis sobre la banalidad del mal lo que más descalabro generó, sino una afirmación que en la propuesta teórica está casi de soslayo: la responsabilidad de algunos líderes judíos en el holocausto. La película lo condensa en una frase, justamente la frase que Bill Shawn, el director del The New Yorker quiere extirpar: “Este rol de los líderes judíos en la destrucción de su propio pueblo es, sin dudas, el capítulo más oscuro de toda esta oscura historia”. La frase no refiere a lo central de la teoría de Arendt, pero es lo que apunta a la médula de un tema irritante de la cuestión: una parte de la sociedad judía, puntualmente algunos líderes ligados a los comité, pudieron tener alguna responsabilidad en los hechos. Toda sociedad es de individuos. Arendt enuncia la posible responsabilidad de algunos individuos en los crímenes del holocausto. Pero la comunidad, al menos en ese momento, no hace esa distinción. Decir que algunos líderes estuvieron involucrados en las deportaciones es interpretado en el sentido de que el pueblo judío no fue víctima. La tiranía del concepto “pueblo” hace de las suyas en cualquier momento y lugar. En la escena final, en la exposición de Arendt ante los estudiantes, el director de la universidad que forma parte del público interpela a Arendt: “Usted culpa al pueblo judío de su propia exterminación”. La lógica binaria en su expresión más pura. La dificultad de tal distinción también se hace patente en la visita que hace Hannah a su gran amigo Kurt Blumenfeld. Postrado por una enfermedad, luego de haber leído parte de la publicación, le pregunta a Hannah si no ama a Israel y a su pueblo judío. La respuesta es contundente: “¿Por qué amaría a los judíos? Sólo amo a mis amigos. Es el único amor del que soy capaz. Kurt, yo te amo”. Kurt da media vuelta y le retira el saludo para siempre. Ella, dolida hasta la depresión, prosigue su camino. Le interesan sus amigos, pero no más que su verdad. Es justamente a los amigos, a su círculo íntimo y personal, a quien más hiere en su apasionada búsqueda. De este modo, lo más polémico del texto “Eichmann en Jerusalén”, no fue el elemento central de su teoría, sino una reflexión incidental, ligada a los acontecimientos propios del juicio. No es la primera vez que el punto mas espinoso de un discurso está al margen, fuera del objetivo principal de una obra. Respecto a esto el filme nos deja una reflexión sobre un ideal: el compromiso entre el intelectual y la verdad como bien más preciado. La reflexión sobre los líderes judíos no era esencial a su teoría, podría haber sido extirpada del texto sin afectar el concepto. Pero ella eligió sostener lo que observaba y no estaba dispuesta a quitar esa verdad del texto. Los costos personales del producto final, la soledad foránea en la que queda, la indignación despertada en innumerables lectores anónimos, la reclusión respecto a sus pares, nos muestran a su vez que sostener una verdad, sea errada o acertada en lo particular, no tiene precio, pero no es gratuit