Push it to the limit
Damien Chazelle comenzó su carrera en el 2009 (cuando apenas tenía 24 años) con una enorme pero poco conocida peliculita llamada Guy and Madeline on a park bench. Filmada en Boston en blanco y negro y de forma casi amateur; con actores no profesionales y mucha cámara en mano, la película amalgama el contemporáneo mumblecore con la primera etapa de la nouvelle vague, el Cassavetes circa Shadows (la parte masculina del título es un trompetista de jazz y la película retrata la escena jazzera de Boston) e incluso el musical clásico, ya que cuenta con varios (extraordinarios) números musicales.
Pero, a pesar de las similitudes genérico-musicales, Guy and Madeline… es una película muy diferente a Whiplash; casi su opuesto. Mientras la primera es una comedia amable y luminosa y tiene una mirada más bien festiva sobre el hecho de ser músico, Whiplash nos muestra la contracara de todo esto: Andrew (un perfecto Miles Teller que, nos aseguran -y Chazelle hace lo propio en la película al mostrarlo muchas veces en plano general- es quien toca la batería durante toda la película) tiene como único objetivo convertirse en el mejor baterista del mundo y, salvo en la brillante escena final (a la que volveremos más abajo), no pareciera disfrutar demasiado de lo que hace sino, más bien, padecerlo. En eso, Whiplash se emparienta más con una película que Chazelle no dirigió pero sí escribió: Grand piano (2013), de Eugenio Mira, uno de los thrillers más divertidos de los últimos años; un tour de force que toma como principal referencia el último acto de la versión americana de El hombre que sabía demasiado de Hitchcock, lo pasa por una licuadora depalmiana y convierte dicha secuencia en la película entera. En Grand piano también tenemos un músico (pianista, en este caso, e interpretado por Elijah Wood) para quien el hecho de ser músico representa un sufrimiento: es considerado el mejor pianista del mundo pero, luego de un pifie hace cinco años mientras tocaba una pieza compuesta por su mentor y considerada por todos como imposible de interpretar, no volvió a tocar en público hasta el día en que transcurre la película. Y, como si sus nervios no fueran suficientes, mientras está tocando encuentra un mensaje en su partitura, escrito con marcador rojo: “si pifiás una nota, morís”. El autor del mensaje es un villano (John Cusack) cuyo “motivo” es tan disparatado que se vuelve entrañable, pero el rol que juega en la película no difiere demasiado del de Fletcher (J.K. Simmons, genial como siempre), el instructor de Andrew en Whiplash, quien no llega a amenazarlo de muerte para que no le pifie pero sí lo tortura de todas las maneras posibles; lo sobreexige hasta lo insoportable cuando el protagonista ya se sobreexige a sí mismo.
Lo más interesante de Whiplash es la manera en que renuncia a todo tipo de sentimentalismo fácil. Incluso se arriesga a renunciar a que uno no sienta empatía por el supuesto héroe de la película: en una escena, vemos a Andrew dejar a la chica con quien está saliendo de la manera más cruel posible. Pero Chazelle no humilla a sus personajes (como sí hace Iñárritu con todos y cada uno de ellos en la inenarrable Birdman): desde el comienzo, sabemos que Andrew simplemente tiene problemas para relacionarse con los demás. Y tampoco es condescendiente con lo antisocial de este personaje (como sí lo es Morten Tyldum con Alan Turing en El código Enigma, otra película horrible contra la cual Whiplash compite por el Oscar). No hay bajadas de línea en Whiplash; incluso, es bastante ambigua con el método de enseñanza de Fletcher. Sí, en Andrew puede funcionar, pero también llevó a otro de sus alumnos al suicidio.
La película, con su profusión de escenas de “entrenamiento” en las que el protagonista sangra a más no poder mientras su instructor lo hace tocar cada vez más rápido; con esos planos detalle de sus manos ensangrentadas, de la sangre salpicando platillos y tambores, está más cerca de ser una película de boxeo. Y, de hecho (spoiler warning), termina con una secuencia que es pura emoción deportiva. Porque Chazelle podrá renunciar a sentimentalismos; podrá ser seco y crudo, pero no es cínico, y les regala a sus personajes (y a nosotros, el público) uno de los finales más eufóricos de los que se tenga memoria en el que, mediante simples gestos y miradas, hace que ambos protagonistas pasen del odio al respeto y la admiración mutua. Y decide terminar todo en el momento perfecto.