Sangre, sudor y lágrimas (sobre el platillo)
Charlie Parker se convirtió en Charlie “El Pájaro” Parker cuando Jo Jones le lanzó un platillo por la cabeza.
Terence Fletcher (J. K. Simmons) cuenta la anécdota en varios momentos de Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash), como un mantra que su alumno, Andrew (Miles Teller), debiera interiorizar. Su gran latiguillo, sin embargo, es el “not quite my tempo“: otra consigna a absorber y hacerse (literalmente) carne por el joven baterista que quiere ser de los grandes y está en su primer año del Conservatorio Schaffer (a efectos dramáticos, el mejor de E.E.U.U.) cuando Fletcher lo recluta para la banda que dirige dentro de la institución, semillero de futuros músicos del Lincoln Center, entre otras perspectivas deslumbrantes para el joven de 19 años.
El tempo (la velocidad de ejecución de la pieza musical) en sí mismo es la estructura y el leit motiv de Whiplash. Cada golpe de palillo que Andrew da sobre los platillos, cada miembro de la banda que se para repentinamente y queda disciplinadamente inmóvil como soldado de terracota ante la entrada del profesor a la sala de ensayo, cada gota de sudor y/o sangre que cae sobre los parches de la batería se suceden como las onomatopeyas en la versión 60’s de Batman (crash! pow! bam!). Hasta las cachetadas que Fletcher le da a Andrew son rítmicas (y desde su visión, pedagógicas).
Pero el de Whiplash no es necesariamente un ritmo armónico: está lleno de disonancias que hacen a la melodía, como el lanzamiento de una silla por la cabeza de Andrew por parte de Fletcher. En Whiplash hay que temer por la salud física y mental de los músicos de la banda cada vez que la música se corta abruptamente.
Si el terror es la incertidumbre absoluta hacia qué es lo puede suceder, J.K. Simmons es terrorífico. Su Fletcher es un hombre de mediana edad, fibroso, con remeras ajustadas que marcan cada inflexión de su cuerpo como se le marcan constantemente las venas en su cabeza prolijamente pelada, cuyos ojos parecieran salirse de las cuencas cada vez que le grita a Andrew o a otro de sus alumnos-víctimas. Pero el profesor sabe que sólo mediante la coerción no puede conseguir el consenso de su banda; también está la cooptación bajo la promesa de un futuro brillante para quienes lo acaten. Su método para quebrar y modelar a sus alumnos es tan militar como su caminar: el viejo policía bueno y policía malo, pero dos en uno. El hombre que en tono de confidente les cuenta anécdotas en el pasillo es el mismo que puede humillarlos a grito pelado hasta hacerlos llorar. Y Simmons maneja a la perfección no sólo estos dos estados expresivos de su personaje, si no todas sus intenciones subyacentes, que oculta magistralmente a Andrew y a la audiencia.
Miles Teller (quien parece querer mostrar desde films como The Spectacular Now que es afiliado a la escuela de “actores-intensos-que-adoran-a-Marlon-Brando”, aunque con muchos mejores resultados que el ahora insufrible Shia LaBeouf) se pone a la altura del desafío, consiguiendo un rapport increíble con Simmons al mismo tiempo que encarna el proceso de su personaje, quien va de joven ingenuo y ambicioso a hombre determinado… y ambicioso.
No es difícil hablar de Whiplash: Música y Obsesión como El Cisne Negro del jazz. Los temas e incluso muchos planos son similares. Como cuando la cámara sigue a Andrew, su nuca y hombros, mientras recorre los angostos pasillos del Conservatorio Shaffer, que para el público común son sólo el detrás de escena pero acá sirven de escenario principal para el verdadero conflicto; al igual que en la película de Aronofsky ocurría con los pasillos de la compañía de ballet a la que pertenecía Nina (Natalie Portman). Los espacios en los que se mueve Andrew son reducidos, opresivos, como los planos son cerrados o encuadrados con marcos internos (paredes, puertas que recortan aún más el campo visual) y plagados de tonos oscuros, generalmente tonos maderas.
El encierro –de los espacios antes mencionados, pero también de las relaciones con su padre y la chica (Melissa Benoist) con la que empieza a salir- acompaña a las exigencias y transformaciones psíquicas y corporales que atraviesa. Sin caer en los elementos oníricos esquizoides que utilizaba Aronofsky para mostrar el mismo proceso de autodestrucción para la autoconstrucción de un nuevo “yo”, Damien Gazelle (director y guionista) apela una vez más a los planos detalles cerradísimos de las manos sangrantes de Andrew, intercalados con los de la batería en plena acción. Estar en la famosa y venerada Studio Band de Fletcher no es sólo una competencia (consigo mismo y con los demás): es una competencia de resistencia. La ambición de Andrew es el complemento perfecto de la tiranía perfeccionista de Fletcher.
El director construye un in crescendo a fuerza de planos cerrados hasta llegar al duelo final, los veinte minutos más electrizantes del 2015.
El deseo de autosuperación es un tema recurrente en la filmografía estadounidense, pero tiene dos tendencias en cuanto al enfoque con la que se lo suele tratar. Positivo cuando se trata de superar obstáculos específicos: ganar un partido, un campeonato o torneo (piensen desde Fama a Ritmo Perfecto, pasando por la gran mayoría de los films deportivos). Negativo cuando se quiere llegar a ser el mejor de todos como objetivo general (el caso de El Cisne Negro).
Damien Gazelle construye visual y dramáticamente la tensión a través de las presiones internas y externas con las que debe lidiar Andrew en su deseo por ser el mejor. Y si bien en Whiplash: Música y Obsesión lo utiliza como motor dramático, no emite mayores comentarios morales al respecto. El director construye un in crescendo a fuerza de planos cerrados intercalados sucesivamente al ritmo de los estándares de jazz hasta llegar al clímax, un duelo final que, casi sin palabras de por medio, lo dejan a uno más al borde del asiento que cualquier secuencia traumática de una película de terror. Son los veinte minutos más electrizantes que seguramente vean en el 2015.
Aunque la película no tome una postura moral definida, sí presenta dos modelos de vida y masculinidad binariamente opuestos con los que convive Andrew, en el proceso de convertirse en un hombre él mismo. Por un lado, Fletcher. Por el otro, su propio padre (Paul Reiser), representante de la mesura (y también la falta de toma de riesgos en la vida), el que lo ve desde las bambalinas con una mezcla de admiración (por su talento) y preocupación (por las consecuencias de ese talento). Y el que le recuerda a su hijo que Charlie Parker era El Pájaro, pero que voló sólo hasta los 34 años.