Whiplash es una película mediocre, chiquita, altisonante, molesta. Molesto es lo que cuenta, con su alarmante idea de arte y de música, y mediocre es como lo cuenta, con elipsis mal resueltas, esas donde los personajes tienen que especificar la cantidad de tiempo que pasó, como para que el espectador se sitúe; mediocre en la elección de los planos cortos para los momentos en los que los protagonistas se enfrentan, como para causar una empatía forzada con el espectador, planos poco sutiles, para que se vea el sudor, la lágrima, el sufrimiento en primer plano, las venas del cuello del maestro, la lágrima naciente del alumno. También la elección de sus espacios cerrados, agobiantes, oscuros, dan cuenta de la turbia encerrona en la que están esos personajes, lugar del que nunca podrán salir, entrelazados en una lógica del disciplinamiento, del sometimiento, en definitiva, una lógica del poder. Una película acotada, que no respira, que no da reposo al espectador- es más, es de esas que “se llevan puesto” al espectador-; éste es el tipo de películas que no resisten un análisis formal, porque no tiene ningún condimento que la haga interesante desde su confección, desde su estética.
Whiplash, Damien Chazelle, EE.UU., 2014
Como dos fieras que se acechan, el atildado maestro y el desprolijo alumno se encuentran atravesados por el jazz, esa música libre y que basa su razón de ser en la improvisación, en el desparpajo, en la falta de normas. Justamente, esta es la idea más incómoda de la película; el arte –en este caso en su expresión musical- ligado a la idea de martirio, de sufrimiento, de sangre. El sarmientino Damien Chazelle , su director, adapta la idea de “la letra con sangre entra” y hace sangrar a los protagonistas de manera literal (las manos ensangrentadas del batero protagonista, su cara sangrante después de un accidente automovilístico que lo retrasa en su audición, el violento golpe que rompe la batería) y de manera simbólica en la lucha feroz, en el enfrentamiento que se basa en la revancha y en los forzados giros de guión que establece a lo largo de la película. Que las prácticas artísticas requieren entrenamiento, práctica, es verdad; pero esto no quiere decir que ese entrenamiento agote el placer, normativice la improvisación, rechace el goce mismo. Tal vez, y esto es solo un tal vez, la idea de goce en Whiplash esté asociada a la idea de goce sexual, a cierta perversión en la relación maestro/alumno, a su juego de dominaciones; quizá a la homosexualidad que tiembla en la película y en los ojos de Simmons y de su alumno cuando se encuentran. Un mundo de hombres donde las mujeres – la única que aparece en realidad- son bobaliconas que molestan porque supuestamente no entenderían la pasión que siente este muchacho por su arte o tal vez, no entenderían la relación patológica que tiene con su maestro. La lógica sobre la que edifica la película es la de la humillación, el temor, el miedo, dos psicópatas juntos que alcanzan su duelo/ clímax (sexual?) con la escena final.
Otra vez nos topamos con películas reduccionistas, donde la obsesión está puesta en el rendimiento, en el marketing abstracto de la superación personal a través del sufrimiento –como la recientemente estrenada Foxcatcher- nunca hacer eje en el placer, en ese dejarse llevar mágico que tiene el arte, en el momento de incertidumbre y de goce que tiene la hoja en blanco, la inicial pantalla vacía y sus expectativas, el fugaz y conmovedor comienzo de una melodía. Es que el arte, la música, el jazz es una excusa para Chazelle, al que sólo le interesa mostrar su mundo de reprimidos hombres enfrentados.