Egos
Dos elementos no menores trazan la dialéctica de esta película completamente alejada de los convencionalismos y que ha sorprendido al público y a la crítica en distintos festivales, sumado al Globo de Oro de J.K. Simmons (interpretación soberbia del profesor Terence Fletcher): en primer lugar que se trata de la ampliación de un cortometraje ganador del premio del jurado en el festival de Sundance 2013 y en segundo lugar, su director Damien Chazelle, quien conoce por propia experiencia el derrotero de un baterista en su etapa de estudios y exigencias, además de encontrar la riqueza narrativa en la música en sintonía con la correspondencia de la imagen desde el armado meticuloso de cada plano que parece la ejecución perfecta de una partitura más compleja en términos cinematográficos.
El relato cuya trama es por demás sencilla, y que sorprendentemente acaba de colarse con una candidatura a los Oscars en la terna mejor película, está protagonizado por un estudiante de conservatorio con aspiraciones a convertirse en uno de los mejores bateristas de jazz frente al melómano desquiciado que lo seduce y coopta para integrar su banda en vísperas de la competición inter estados en la que pretende conservar el prestigio de la institución que representan. Un profesor, amante de la música y de por ejemplo Charlie Parker, cuyos métodos de exigencia y rigor cuasi marciales (insultos, vejaciones, castigos extremos) alcanzan niveles paroxísticos que generan una presión psicológica sobre sus alumnos, amparada en un abuso de autoridad manifiesto.
Ahora bien, para que Whiplash, música y obsesión funcionara calibradamente en pantalla era necesario enfrentar egos en escena, tanto el del despótico Terence Fletcher en la piel de un J. K. Simmons que aporta enormes matices a su actuación -merecida nominación como actor de reparto con enormes chances de resultar ganador- que van desde la serenidad al disfrutar de una ejecución de una obra de jazz bajo sus tiempos musicales hasta el furioso estallido de violencia que expresa cuando sus músicos no responden a sus expectativas de excelencia. Duelo actoral que completa el joven Miles Teller (con el personaje de Andrew Neiman) como aquel estudiante de 19 años, tantas veces disciplinado como humillado pero dispuesto a demostrar que es más fuerte que todos sus compañeros, cobra tal intensidad que por un momento la música, el jazz, la pasión y la obsesión parecen absorbidos por el choque de temperamentos para el que no se necesita más que un redoble de tambores y el físico, es decir, el cuerpo en lucha con el pensamiento y la propia voluntad de imponerse ante el otro.
¿Hasta dónde se puede soportar entonces el nivel de exigencia de un mentor implacable y vengativo como el que refleja el personaje de Terence Fletcher?; ¿Cuál es el límite del abuso de poder institucional cuando se pierde de eje el sentido de la enseñanza? Estos interrogantes válidos -como tantos otros- se deslizan durante todo el metraje, motivo por el cual la tesis puede aplicarse en cualquier ámbito donde exista un abusador y un abusado, aunque las intenciones del primero puedan ser atendidas y no cuestionadas desde la ética siempre que se adhiera al pragmatismo absoluto más que a otra escala valorativa.
El otro protagonista de este film sorprendente y cautivador desde el minuto uno hasta el último compás es el jazz y la elección de piezas magistrales como Whiplash, de Hank Levy y Caravan, de Duke Ellington, funcionales al apartado visual en la correspondencia de planos, ritmo arrollador y pulso narrativo del director Damien Chazelle, -ignoto para nosotros- pero que alcanza con este segundo opus el crédito suficiente como para estar atentos cuando suene su nombre de aquí en adelante, con un considerable respaldo de premios en diferentes festivales.