Sangre, sudor y lágrimas
El filme no suelta al espectador desde su embriagadora primera escena hasta el desenlace.
La transpiración cae sobre el platillo de la batería. Son una, dos gotas. Luego son de sangre. ¿Cuánto es capaz de entregar uno por alcanzar un logro? ¿La excelencia demanda tantos sacrificios?
El esquema de la película es simple. Andrew, el protagonista, tiene una ambición: ser, sino el mejor, uno de los mejores bateristas de jazz. Está en un conservatorio de elite en Nueva York, y sabe que la única manera de triunfar es siendo seleccionado por el profesor Terence Fletcher (J.K. Simmons), para que integre su orquesta. Fletcher podría encontrar en Andrew un espejo en el que mirarse. Como un Salieri y un Mozart.
Pero es tan soberbio y tiránico que cuesta descubrir un gesto de humanidad en él. Y si los demuestra, de inmediato salta como un animal hambriento. Sediento de encontrar la perfección en sus alumnos, a los que humilla.
Andrew no tiene madre, pero sí padre con relación fluctuante, casi como la que establece con su nueva novia. La película parece decirnos que si nos enfocamos en una pasión, no podemos abrirnos a otra. O mejor: que si hacemos eso, los riesgos que se corren son muchos.
Pero Andrew está tan obsesionado con alcanzar la perfección como Fletcher lo está porque su discípulo logre y le dé, con los palillos, su tempo. Fletcher es el sargento Hartman en Nacido para matar. Trata a sus estudiantes (que no se atreven a mirarlo a los ojos) como si fueran una lacra. En verdad, los exprime para sacar lo mejor de ellos -dirá-, pero el duelo entre profesor y estudiante tendrá chispas. Será electrificante, y eso que el instrumento no está conectado a 220.
Damien Chazelle -tenía 29 años cuando la dirigió- sabe de lo que habla, porque él toca la batería, él ama el jazz y a él le pasó algo similar a lo que cuenta su película. Tal vez sea simplista al encapsular la trama en ese enfrentamiento, y quizá hubiera devastado -más- al espectador si fundía a negro 10 minutos antes de que terminara la película... Pero nos perderíamos la fiereza de ese final.
Y es que Whiplash es como un sándwich de jamón crudo, pero con dos fetas conteniendo una rebanada de pan: lo mejor está en la secuencia de presentación y en el tenso final.
Chazelle sabe darle el ritmo exacto a la película, pintar con iluminación azulada o rojiza la imagen y cuándo utilizar -o no- la cámara en mano.
La película tiene puntos de contacto con otras candidatas al Oscar, como Birdman y Francotirador. Las tres tratan sobre hombres obsesionados que viven egocéntricamente lo que sienten que deben hacer, y no entienden los afectos cercanos, de sus seres más queridos.
No cualquiera podía ser Andrew. Miles Teller, además de actor, es baterista. Pero Whiplash: Música y obsesión no es un filme para iniciados, o sólo para músicos, aunque es probable que no sea disfrutada de igual modo entre quienes tocan un instrumento y los que lo hacen de oído. Y J.K. Simmons, seguro ganador del Oscar al actor de reparto, se adueña de las miradas con su tensión, no sólo con sus gritos. Estar ante él es como subir a una montaña rusa sin bajar la barra de seguridad del carrito.
Una de las citas del filme es “Si no tenés talento, terminás tocando rock”. Polémica, sí, como por momentos es esta embriagadora película.