Últimos tragos.
En algún momento tenía que pasar: una comedia alemana cuyo objeto es el mundo del cine. No es seguro que Doris Dörrie lo hubiera hecho mejor. Whisky con vodka empieza con las espaldas de Otto, un actor borrachín al que hacen participar en una película de pequeña producción a raíz de su histórica capacidad de convocatoria con el gran público. Esas espaldas, que la cámara sigue desde que el hombre se levanta del asiento donde lo están maquillando hasta el set en el que lo esperan sus compañeros, dejan adivinar una dignidad vencida, el caso patético de un ser que apenas atina a resistir mientras el mundo se le vuelve irremediablemente ajeno. Como no se sabe a ciencia cierta si el comportamiento errático de Otto les permitirá llevar a buen término la película, los encargados de la producción tienen la idea de una duplicación salvadora: se harán las escenas con el veterano actor como protagonista pero también, de forma inmediata, se filmarán las mismas escenas con otro actor contratado a último momento, un “doble” convenientemente sobrio por si las moscas. Si Otto no queda muy contento con la situación, tampoco Arno, el sustituto, un actor de teatro independiente que acepta en principio el trato por admiración hacia Otto. Pero Whisky con vodka está interesada en otros asuntos.
El director Andreas Dresen juega al cine dentro del cine y le sale algo que no es una interrogación ni una elegía, aunque al final se encuentre más cerca de esto último que de otra cosa. Los arreglos musicales de jazz de big band con los que empieza cada una de las secuencias de la película marcan la inflexión de sensual abandono que la recorre: lo que se filma es una película “de época”, con chicas onda flappers y un argumento de enredos ligeramente libertino ambientado en tiempos de vacaciones en algún balneario europeo. El presente del rodaje de esa película resulta ser, en cambio, un conjunto desolado de trailers estacionados bajo cielos grises y en el que, de algún modo, parece reproducirse aquella trama de amoríos como en un espejo calladamente desesperado de la ficción.
Como un artesano al que a veces le gana la astucia, el director dispone dosis homeopáticas de un humor lunar al tiempo que su película acierta al orillar –algo mecánicamente, ahí está su límite– la melancolía esencial que afecta a la “familia del cine”. Es que el cine sirve para fijar fragmentos de tiempo pero, ¿quién se acuerda, parece decir la película, del sentimiento terrible de esas criaturas que se quedan vacías después de la filmación, aquellas sobre cuyas siluetas no se opera el efecto reparador de la sustracción al paso, precisamente, del tiempo? Al final, solo quedan las fotos de conjunto sacadas de compromiso y el calor pasajero de los abrazos de rigor que se intercambian a modo de despedida. Whisky con vodka asume la tarea de cartografiar ese vacío como si fuera la primera vez y produce, entre tragos, cigarrillos y encamadas furtivas, la secreta ilusión de haberse acercado a su objetivo.