En noviembre de 2012 tuvo su estreno Ralph, el demoledor, probablemente una de las mejores producciones animadas de Disney en lo que va de la década (la otra sería Zootopia).
Unos meses antes, Pixar –que por ese entonces ya llevaba poco más de un lustro como parte del patrimonio de la compañía– también había estrenado una película. Irónicamente, se trataba de Valiente, una de sus más olvidables. Independientemente de ello, lo curioso de aquel año fue que a una gran parte del público le costaba enormemente distinguir a qué estudio pertenecía cada película: se decía que Ralph parecía “una de Pixar”, mientras que Valiente era fácilmente confundible con “una de princesas de Disney”.
2018 también nos trajo dos películas de cada estudio (bueno, una de ellas llegó a nuestros cines en enero del 2019, pero ese es otro tema), aunque esta vez el margen para la confusión era mucho menor. No sólo por tratarse de dos secuelas –Los increíbles 2 y Wifi Ralph, es decir, dos productos ya establecidos y claramente asociados a sus respectivas productoras–, sino además porque la segunda de ellas dedica una buena porción de su metraje a recordarnos que estamos viendo una película de Disney. Como si se tratara del juego “identificá los Easter Eggs” de Ready Player One (pero desprovisto de su valor lúdico y nostálgico y, en cambio, asociado más a una lógica de product placement), durante gran parte del segundo acto de Wifi Ralph vemos desfilar a un sinnúmero de personajes, logos y demás propiedades del vasto imperio de Mickey Mouse que, lejos de hacer avanzar el relato, lo detienen (y retienen) en un simpático –aunque intrascendente narrativamente– acto celebratorio de la marca.
Similarmente, este problema de foco puede verse reflejado en otras partes del film, el cual sin dudas se esmera en retratar cinematográficamente ese universo inconmensurable que llamamos Internet (con la misma ambición con que, por ejemplo Intensa Mente buscaba dar cuenta del funcionamiento del cerebro y las emociones humanas), pero lo hace de tal manera que va en detrimento de la progresión dramática y, sobre todo, del desarrollo de los personajes.
Wifi Ralph parte de una trama muy sencilla: Ralph y Vanellope, aún amigos, viven juntos el día a día en el arcade. De repente, algo se rompe y el juego de uno de ellos peligra. Para salvarlo emprenden una misión que los lleva por una suerte de tour express de Internet: las redes sociales, las páginas de compra-venta, los juegos en línea y hasta la deep web.
Es durante esa aventura que el inventivo espectáculo visual se manifiesta, al mismo tiempo que el conflicto que mueve a uno de los personajes encuentra su perfecto correlato en el del otro: la inquietud de Vanellope por vivir nuevas experiencias contrasta espléndidamente con la comodidad de Ralph en su rutina.
Pero el problema surge cuando, del choque entre sus deseos, nace el verdadero eje dramático de la película (la puesta en jaque de la amistad que los une) y el film, en lugar de esmerarse en explotarlo, continúa distrayéndose con las múltiples y atractivas aristas del universo creado. Allí aparecen las hipnóticas persecuciones del videojuego Slaughter Race (todo lo que uno podría esperar de la combinación de Bullitt + Mad Max: Fury Road + GTA: San Andreas), la desopilante y autoconsciente secuencia de las princesas (con la inclusión de un “ajuste de cuentas” por la caracterización anticuada y machista que Disney hizo de ellas durante décadas) y, finalmente, el ejército de zombies -Ralph devenido un King Kong gigantesco que escala el edificio de Google, el Empire State de Internet.
Es en estos momentos –y, particularmente, en las forzadas y excesivamente expositivas escenas que los unen– que el film exhibe una cierta tosquedad para llevar adelante el relato, para estructurarlo sin caer en la mera ejecución de secuencias autoconclusivas e inconexas y, sobre todo, para resolverlo en su clímax.
De hecho, y sin ánimos de condenar a la secuela por sus diferencias con su antecesora, el final de Wifi Ralph carece por completo de la potencia emocional con la que Ralph, el demoledor nos había emocionado hasta las lágrimas.
Una verdadera lástima teniendo en cuenta la sólida base que aquel film le había provisto para construir un relato más allá del espacio en el que ocurre la acción, narrado de forma fluida y coherente, y sin nunca descuidar aquello que verdaderamente importa contar, eso que este año Pixar y Los increíbles 2 entendieron a la perfección. La próxima será, Disney. Por lo menos esta vez hiciste que sean las princesas quienes salvan al protagonista masculino en el final.