Secuelas. Ese intento cinematográfico de seguir exprimiendo a la gallina de los huevos de oro que se ha vuelto omnipresente, junto con otras derivaciones que se alimentan de la nostalgia (precuelas, spin offs, remakes, reboots…), en la industria del séptimo arte. Amamos odiarlas, mofarnos de ellas. Pero un gran problema de este siglo XXI es que varias de ellas son aptas. Buenas. Muy buenas, incluso.
“Wi-Fi Ralph”, segunda entrega de la saga de “Ralph el Demoledor”, es de esas muy buenas secuelas. Como la primera entrega, usa utiliza de forma creativa el imaginario popular para crear una infinidad de mundos con reglas propias: la animación es un medio único para explorar mundos de fantasía sin límites, y aunque la acción real a menudo intenta expandir las fronteras de la tecnología para explorar universos subacuáticos, alienígenas, hipertecnológicos o posapocalípticos, a menudo asoman mucho más falsos, con sus gomosos gráficos generados por computadora, que los mundos animados que abandonan toda pretensión de realismo y se entregan a la imaginación de sus creadores.
Y al igual que en la primera entrega, “Ralph” es lo suficientemente inteligente para no quedarse en esas superficies de placer y sus referencias pop derivadas (que se multiplican en esta segunda parte, en el universo de infinitas oportunidades de la web que escapa de las limitaciones de la nostalgia del fichín en que se basaba la primera entrega).
Tampoco elige esta secuela recostarse en los laureles de la anterior entrega: “Wi-Fi Ralph” construye una historia diferente, con otra protagonista (quien lleva la trama es Vanellope, la princesa del ‘Sugar Rush’, y no Ralph) para traer a la trama nuevas problemáticas que hacen parecer a esta segunda entrega actual, relevante, y no otro producto en serie realizado por un equipo de calculadores productores.
Seguro, hay algo de “película de comité” en “Ralph”, que al igual que “Los Increíbles 2” invierte su primera entrega y pone al frente a las mujeres para adecuarse a los tiempos de cambio que soplan en Hollywood. Ahora, donde la cinta superheroica repetía muchos de sus temas, trucos y giros, esta se siente absolutamente renovada por el espíritu, los planteos y problemas de Vanellope.
Es que la trama del simplón Ralph parecía resuelta tras una película (de hecho, el personaje comienza el filme contando lo satisfecho que está con su vida); su compañerita de aventuras, en cambio, era una candidata más probable al descontento y a los problemas: ya no le alcanza con la vida en 8 bits, lo que dispara una nueva historia que en su corazón, como la primera, tiene la búsqueda de un hogar, de un lugar de pertenencia.
Y la gran idea de “Ralph” es que el Demoledor no comparte ni comprende este deseo de emancipación del fichín, convirtiéndose a menudo en un estorbo (incluso, un villano) para el deseo de Vanellope, alegoría a relaciones paternales o amorosas sofocantes propias de un comportamiento entre inseguro y algo machista.
En esa tensión entre el bienintencionado pero sofocante Ralph y la exploración de Vanellope de su deseo (en el mundo infinito de internet al que llegan conducidos por el MacGuffin de la trama un volante para “Sugar Rush” que tienen que comprar en eBay; el único universo que parece poder contener los picos de azúcar de la protagonista) se encuentra el poderoso y emocionante corazón de una película que tira por la borda viejos esquemas de buenos y malos para construir una sorpresiva y matizada visión de las relaciones modernas.
Sí, todo esto en una película animada (género tan menospreciado y en plena expansión de fronteras en su forma mainstream), con chistes, referencias, acción y colores para toda la familia. Y sí, todo esto también, en una secuela.