A quienes hayan viajado por el noroeste argentino o las regiones andinas de Bolivia y Perú les habrá pasado: entre esas montañas, en el medio de la nada, de vez en cuando aparece alguna casita aislada que lleva a preguntarse cómo sobreviven sus moradores. Wiñaypacha, opera prima del peruano Oscar Catacora, pone el foco en uno de esos hogares de piedra y paja para darles a esas dudas algunas respuestas poco reconfortantes.
Unas cuantas particularidades convierten a esta película en un espécimen único: fue filmada en 96 tomas de cámara fija, transcurre en un paraje ubicado a cinco mil metros de altura, está hablada en aymara y protagonizada por dos ancianos -el hombre es el abuelo del director- que jamás habían actuado (en el caso de la mujer, ni sabía lo que era el cine).
Aunque por momentos se acerca a un cine antropológico, Catacora se cuidó de caer en el pintoresquismo y aborda una temática universal: el abandono de los viejos.
Dueños de esos milenarios rostros indígenas que suelen enamorar a las cámaras de los turistas, Willka y Phaxsi mantienen sus costumbres ancestrales pese a su edad (indefinible, pero no menor a las ocho décadas). En completa soledad, alejados de cualquier vestigio de vida humana, cada vez les cuestan más las tareas agrícolas y ganaderas de subsistencia.
Sólo se tienen el uno al otro y a sus animales: un perro, una llama, algunas ovejas. Casi como personajes de Beckett, su única esperanza es que los visite su hijo, Antuku, que los dejó para irse a vivir a la ciudad.
El marco natural que los rodea tiene doble filo: es deslumbrante a la vez que subraya el desamparo de esos personajes de andar lento y encorvado. Esa inmensidad montañosa al principio maravilla y termina angustiando.
Es una pulseada de la sabiduría y la fe contra el tiempo y las fuerzas naturales. Pero estos ancianos que sufren el olvido del mundo en medio del Altiplano también podrían padecerlo en un departamento de Balvanera.