En Cautivos del mal (1952), de Vincente Minnelli, Kirk Douglas y Barry Sullivan son el productor y el director de una película de terror de bajo presupuesto llamada La maldición de los hombres-gato. En las pruebas de vestuario, se los puede ver perplejos, sentados en sus sillitas en el estudio, mientras un asistente ajusta los inmensos trajes negros alrededor de los actores. “Cinco hombres vestidos de gato en la pantalla, ¿qué parecen?”, se interroga Douglas bajo el ánimo de haber hallado una posible solución al dilema. “Cinco hombres vestidos de gato”, responde algo escéptico Sullivan, sin compartir el entusiasmo de su compañero. Entonces Douglas plantea que el público del cine de terror paga su entrada para experimentar el miedo y que nada ofrece un terror más puro que la más desnuda oscuridad. Por ello es mejor intuir a esos hombres-gato en la oscuridad, como criaturas infernales salidas del inframundo, que ver a cinco señores vestidos con terciopelo negro caminando por la escena como pretendidos felinos.
Aquella lección parece no haber dejado demasiado legado en el terror contemporáneo. Por lo menos no en la vocación de la productora británica que ha decidido reversionar los cuentos infantiles bajo un pesado manto de gore y sordidez (eligiendo Winnie-the-Pooh luego del paso al dominio público de la novela de A. A. Milne). La concepción de austeridad y las limitaciones en las interpretaciones de la película podían ser una ventaja allanada mediante el ingenio del que hace gala Douglas en Cautivos del mal. Pero no: el equipo comandado por el director Rhys Frake-Waterfield decide concebir a Pooh y a Piglet como dos señores con máscaras de oso y cerdo, deambulando por una escena dispuesta sobre atrezos del horror: cadenas y palos, chozas derruidas, un bosque espeso y decorativo. El terror solo surge de la exposición de las muertes más grotescas como piezas de un museo slasher, antes que como construcción de una atmósfera inquietante que revela la experiencia de la infancia en su revés sangriento.
La estadía de un grupo de jovencitas en las cercanías del Bosque de los Cien Acres, motivada por el trauma de una de ellas luego del ataque de un acosador, se corona con un erotismo de salón, ambientado en baños en el jacuzzi y desnudos para Instagram como preámbulo de una matanza esperable y anticlimática. Nadie sale demasiado airoso y ese halo de fan service y provocación anticipada para los cultores del género no deja más que el goce por una parodia inconsciente que inspira la risa como coro inesperado de los gritos de las víctimas.
Víctimas que resultan intercambiables, porque ni el niño convertido en adulto que empujó a sus amigos del bosque a su condición monstruosa, ni ninguna de las temerarias turistas ofrecen carnadura alguna o atisbo de un loable arquetipo como scream queen. Todos son engranajes para una narrativa apenas delineada como la unión necesaria entre planos impactantes: una máscara del oso babeante de miel, los cuchillos sumergidos en un charco rojo, las cabezas aplastadas por las ruedas de un auto. El cine convertido en un conjunto de piezas de impacto para un género que merece algo mejor que el consumo irónico.