Un oso meloso
Pensada para el público más infantil, Winnie the Pooh (2011) es una película con fuerte carácter fragmentario en la cual aparecen el burro, el búho, la mamá canguro y –claro está- el oso Winnie, siempre obsesionado por conseguir miel.
Los osos vienen copando la pantalla grande. Y sino vean a Yogi y a los Kung-Fu Panda, dos de los exponentes de estos mamíferos recientemente programados en las salas de cine. Verdaderos devotos del hedonismo, sus aspiraciones oscilan entre las vivencias del ocio y el placer gourmet. Y Winnie the Pooh no es excepción. En esta nueva versión de Disney, cobran vida todos los personajes del dibujo de A. A. Milne, y con ellos la bella pátina de su creador, en la que sobresale un estilo ocre y multicolor, muy british por cierto.
La trama es elemental, con mínimos conflictos que van apareciendo en cada secuencia, dentro de los cuales el ansia del oso por la miel es el elemento más reiterado. Hay en esta versión una fuerte invocación a lo intertextual, que liga a un niño coleccionista de peluches con la historia maravillosa. Esta orientación del relato aparece más explotada en los fragmentos del libro que, sobreimpresos en los vistosos cuadros, aportan una buena dosis de comicidad.
“Al burro le falta la cola y hay un concurso para encontrarla” es otra de las condiciones argumentales que pone en juego a los equívocos y secuencias musicales, capaces de explorar un mundo -por momentos- demasiado ingenuo. Universo con su “propia gramática”, lleno de bosques y personajes pintorescos, que lejos de competir con Pixar (hoy por hoy, la mejor factoría de animación por lejos) propone una composición visual bella y disfrutable. Un plato fuerte para el público más chico, aunque tal vez para los adultos (como proclama el osito carismático) sea “tan sólo una probadita”.