Lo peor que le puede pasar a una película de acción es fallar precisamente en la acción. Wolverine inmortal exhibe ese complejo que de vez en cuando padece el cine de gran escala y que consiste en temer la fórmula de su propio éxito.
Sin dudas, el personaje de la maravillosa saga X-Men que más se parece a un superhéroe básico es Wolverine: una poderosa combinación de hombre y lobo que cuenta con el beneficio adicional de ser inmortal. ¿Qué mejor mezcla de instinto e indestructibilidad puede tener a disposición un guionista para tachar el cerebro y concentrarse en los músculos?
Sin embargo, parece ser que sin un trauma o un conflicto interior, los superhéroes del siglo 21 no resultan creíbles. ¡Pero si justamente su potencia radica en que sean increíbles! En este caso, Wolverine (que ya es como un seudónimo de Hugh Jackman) sufre una doble crisis. Primero: no puede dormir acosado por sueños en los que se le aparece Jean, la mujer mutante a la que amaba y a la que mató. Segundo: pierde la invulnerabilidad a manos de sus ambiguos enemigos.
El efecto narrativo de los dos problemas es letal para la película, porque ambos tienden a interrumpir el flujo de la acción y a transformarla en una mera ilustración de la angustia de Wolwerine, todo esto mal hervido en un romance entre el protagonista y una rica heredera japonesa, que nunca levanta temperatura.
Se sabe que el escenario de X-Men es el planeta, de modo que no sorprende que la acción transcurra en Japón, lo que a la vez habilita para ciertos guiños a la tradición fantástica nipona y también a su historia, como la tragedia de Nagasaki en 1945, que es el punto cronológico donde comienza todo.
Por supuesto, aun las películas fallidas suelen contener grandes momentos. En ese rubro debe figurar la pelea en el techo de un tren de alta velocidad, una verdadera contribución a un tipo de escena que prácticamente nació con el cine y que en Wolverine inmortal vive unos minutos sublimes.