El buen salvaje. James Mangold, un director un poco bestial pero capaz de dar algunas películas muy buenas como Tierra de policías y Encuentro explosivo, demuestra una inteligencia práctica de la que podrían aprender otros cineastas del cómic. El tipo sabe que el fuerte de su historia es su protagonista, entonces pone en funcionamente lo más simple (y también lo más efectivo) imaginable: logra que la película gravite completamente alrededor de Wolverine, explotando la faceta más conocida del personaje sin tratar de agregar nuevos conflictos o matices que sorprendan. El resultado es una película pesada en términos dramáticos que se reconcentra sobre su protagonista y durante un buen tramo adopta los modos del drama más común: hay mucho plano contra plano, tomas muy cercanas del rostro de los actores y tiempo para trabajar los diálogos. Pero Mangold no busca generar un mensaje solemne (como lo hacen, por ejemplo, las X-Men o Hulk) sino exprimir el potencial cinematográfico de Wolverine. Entonces, al relato no le importa nada que no le permita avanzar y construir tensión, cualquier referencia externa (por ejemplo, la existencia de un ministro de justicia corrupto de Japón) es rápidamente aprovechada como material para las animaladas del protagonista y no quiere ser un comentario acerca del mundo. Lo notable es la versatilidad con que el director puede saltar de ese drama contenido y muy clásico a la acción y las peleas de todo tipo: los combates son vertiginosos pero sin que el montaje llegue a confundir, y las coreografías resultan variadas y le dan oportunidad de realizar una buena cantidad de proezas al X-Men en retirada. Es como si el nervio del personaje, una suerte de atributo nuclear ganado con empeño a lo largo de los años después de tanto cómic, dibujo animado y películas, le impusiera su ritmo y su intensidad a la película; así, felizmente no hay mucho espacio para las frases solemnes y las enseñanzas de vida que aquejan a buena cantidad de films basados en cómics. La violencia no tiene tiempo de pensar, y el gigante implacable de Hugh Jackman tampoco: en Wolverine: Inmortal todo es cuestión de reflejos, instintos, precisión y garrazos lanzados en el momento justo. Y cuando las cosas salen mal, no hay lugar para los lamentos, solo queda emborracharse, irse a vivir al bosque entre osos o buscar a los malos para vengarse de la forma más sangrienta posible. Tras un comienzo impresionante en el que el protagonista sobrevive a la bomba atómica arrojada en Nagasaki, un Japón moderno y de aires feudales a la vez se revela como el marco perfecto para que el asesino de buen corazón despanzurre ninjas, yakuzas y gigantescos robots de adamantium. Los villanos, la damisela en peligro y la nueva compañera de aventuras de nuestro héroe no agregan demasiado (aunque tampoco restan); el mutante, mucho más afilado que en X-Men Orígenes: Wolverine tiene que hacer todo él, como se nota en la escena en que debe realizarse a sí mismo una cirugía de corazón, sin anestesia ni ayuda alguna, mientras otros personajes se baten a duelo alrededor de su camilla. El sostén fundamental es la rústica actuación de Jackman, verdadero especialista en el papel que, después de casi una década, parece haber ido perfeccionando su Wolverine mediante la sustracción: en esta película, el actor ya es capaz de maniobrar apenas dos o tres emociones primarias con sus respectivas expresiones faciales sin necesidad de recurrir a un espectro interpretativo más amplio. En eso radica la fuerza de la película de Mangold, en ajustar cuentas con el pasado del personaje, pertrechado con ese rango emocional en estado salvaje para el que las únicas reacciones posibles son el odio, la culpa y la furia.