Mucha garra, pocas ideas
Alejado de los X-Men y la civilización, esta secuela arranca con el héroe de uñas afiladas merodeando un bosque en compañía de un oso. Primera gran confusión: ¿nuestro hombre no está más emparentado, se supone, con los lobos? De todas maneras, el asesinato de la pequeña mascota pone a Wolverine en contacto con Yukio, una japonesa semimutante que lo convence para viajar a Tokio y reencontrarse con el magnate Yashida, el mismo que lo salvó de la explosión en Nagasaki (recuerden, Wolverine es inmortal). Wolverine rehúsa la oferta del anciano Yashida, que propone quitarle el peso de la inmortalidad (el moribundo la quiere para él, claro, mágica transfusión mediante); luego se enamora de su nieta, Mariko, sospechosamente pierde sus poderes y termina involucrado con una familia conflictiva (desde los yakuza hasta una mutante llamada Vesper, lo que le sobra a los Yashida es enemigos). Aparte de una envolvente escena de acción, lucha cuerpo a cuerpo y garra contra cuchillo sobre los vagones de un tren bala, Wolverine (si bien sensiblemente superior al “debut solista” de 2009) no tiene nada nuevo para ofrecer y el guión hace equilibrio entre divagues narrativos y soluciones inverosímiles. Una vez más, el buenazo de Jackman les pone el pecho a los anabólicos y entrega lo mejor de sí para una historia mediocre, por demás extensa, donde no vuelve a faltar la mirada entre socarrona y condescendiente que tiene el público norteamericano hacia la cultura japonesa. En el final, escondido tras los títulos (a esta altura, final obligado para cualquier tanque), se sugiere un retorno de la hermandad X-Men. Sí, el film se titulará Days of Future Past y se estrena el año próximo. Queda tiempo para mejorar la puntería.