Empecemos por lo obvio: Hugh Jackman es bueno haciendo casi cualquier cosa. Por lo menos siempre es simpático y tiene una característica que anda faltando en los intérpretes contemporáneos: a pesar de tener un “tipo” definido (el de galán, digamos), inventa cada uno de sus personajes. Así, son totalmente distintos su Wolverine y su Jean Valjean, y ambos resultan igualmente efectivos, mucho más que las películas que los contienen. Porque el gran problema de “Wolverine inmortal”, una aventura al margen del universo mutante de los X-Men, es que el realizador James Mangold (responsable de algunas muy buenas películas como “Copland” o “Encuentro explosivo”, y otras muy malas como “Walk the Line” o “Identidad”) decide ser clásico y filmar una especie de homenaje a las películas de samuráis de Kurosawa, ampliamente influido por el cine americano. Jackman tiene mucha menos acción que en otros films, pero más elegante.
El problema es que Mangold decide incursionar en la psicología del personaje, profundizar en las emociones. No es que no se pueda (es lo que hizo Tim Burton con Gatúbela en la obra maestra “Batman vuelve”) sino que el director no tiene la capacidad para lograrlo y deja un poco al garete a su actor, que resuelve como puede. Entre las intenciones y el resultado, falla el talento, en este caso no ausente sino desenfocado. Las secuencias de acción son muy buenas y compensan las fallas de un lujoso y noble film clase B.