Memorias de una estrella.
Allan Stewart Konigsberg se sienta en su cama. Rodeándolo, hay tiradas decenas de papeles amarillentos, pensamientos fugaces que atrapó durante su paso por hoteles. Él los agarra y observa, mientras sujeta sus anteojos negros de marco grueso. Todas son ideas de películas. Escaneando tranquilo entre los detalles de anécdotas y chistes por algo especial, el diminuto hombre no es el inquieto neurótico de la pantalla. Igualmente, no puede detenerse; para él, parar es morir. Pasó las seis décadas de carrera, pero sigue encerrado en su trabajo, buscando otra historia. Lo más probable es que vuelva a estar insatisfecho, pero así es Woody Allen.
Tras insistirle por más de 20 años, Robert B. Weide (director de How to Lose Friends & Alienate People y varias temporadas de la serie Curb Your Enthusiasm) convenció al realizador neoyorkino de dejar a un lado su desprecio por las entrevistas y abrirse para un especial para la cadena televisiva estadounidense PBS. Ahora, ese programa llega a los cines en la versión editada Woody Allen, El Documental (Woody Allen: A Documentary, 2012), que quiere responder todo lo que usted siempre quiso saber sobre el prolífico director, pero que a la vez presenta varias cuestiones que no se atreve a preguntar.
En la primera parte de la película, donde se narra el origen y el ascenso del artista de Nueva York, se propone un juego bastante interesante. Siendo una mirada a la vida de un director altamente autobiográfico, el reflejo entre la biografía ficticia que el director nos mostró a lo largo de estas décadas y la historia real que se nos presenta ahora es algo divertido. No, él no vivía debajo de una montaña rusa ni acosaba chicas a los 6, pero el cruce de mito con verdad en proyectos como, por ejemplo, Días de Radio, es lo suficientemente fascinante para analizar la descarga del neoyorkino en el séptimo arte.
Al mismo tiempo, hay un tour por su viejo barrio en Brooklyn (“No parece mucho, y no lo era”, dice), en el que él repasa lugares como la odiada escuela (incluyendo el patio de atrás, donde una vez casi lo atropellan de chico) o, más tristemente, su cine favorito, que hoy es reemplazado por una clínica de cirugía ocular. Su cariño por el pasado también se hace notar cuando él muestra su primera y única máquina de escribir, que desde hace más de 60 años es la única forma de pasar cada guión, ensayo y broma que cruzó su mente. ¿Cómo hace Allen para editar sus textos en la era digital? Escribe un cambio en la vieja Olympia, la corta con tijera y la abrocha a la hoja del libreto. Junto a la parte final, que muestra la relajada y abierta forma de trabajar de Woody detrás de la cámara durante la realización de Conocerás al Hombre de tus Sueños, estos segmentos presentan la verdadera peculiaridad y las barreras melancólicas del romántico de la Gran Manzana, y son lo más profundo y mejor realizado de la producción.
Pero, por supuesto, la mayoría del film está dedicada al paso cronológico de la obra de Allen, desde sus días como escritor adolescente de chistes, hasta su último resurgimiento popular con Medianoche en París. Entre esos puntos, están sus años de cómico stand up y habitante de late night shows, la fallida primera colaboración con el cine en Qué hay de nuevo, Pussycats?, la decisión por tener el control total de sus producciones, el éxito como director, guionista y actor en sátiras como Robó, huyó y lo pescaron, El Dormilón y Bananas, el paso a trabajos más maduros con los clásicos Annie Hall y Manhattan, la crisis con los fans de sus comedias por sus deseos de emular a sus ídolos Ingmar Bergman y Federico Fellini y su eventual balance de films como Zelig y Hannah y sus hermanas. Aparte de Allen, los testimonios pasan de colaboradores íntimos (su hermana y productora Letty Aronson, su manager Jack Rollins) a musas que se volvieron algo más (Diane Keaton, Louise Lasser) a estrellas de sus films (Scarlett Johansson, Sean Penn, Penélope Cruz), otros neoyorkinos reconocidos (Martin Scorsese, Chris Rock) y más.
Es en estas escenas tradicionales del género que los seguidores del director se dividirán. Por un lado, los datos serán básicos para los acérrimos analizadores, aunque es posible que disfruten como el espectador casual al oír las anécdotas (como cuando Allen terminó Manhattan y se sintió tan avergonzado que le ofreció al estudio dirigir gratis a cambio de que la oculten) salir de las bocas de los mismos protagonistas. La producción también peca de esquivar casi completamente su período más controversial: si bien los sesenta, setenta y ochenta son tratados en detalle, los noventa apenas se rozan y, aparte de Match Point y Vicky Cristina Barcelona, la primera parte del siglo XXI es inexistente. En otras palabras, el escándalo de su ex-esposa Mia Farrow y el romance con la hija adoptiva de esta, Soon-Yi Previn, queda como una presencia fantasmal colgando por encima de los testigos, que va en contra del espíritu celebratorio construído antes (en un momento, Doug McGrath, co-escritor de Disparos sobre Broadway, habla sobre como la filmación era constantemente interrumpida por misteriosos llamados a Allen por la batalla de la custodia), e insinúa con mostrar un lado oculto de él que al final queda sin resolver; solo logrando que uno se dé cuenta de la poca verdadera intimidad que se llegó a ver en esta película.
Pero en sus pocos momentos de recuerdos fuera de la entrevista, Allen logra darle suficiente vida a la pantalla. Se han gastado decenas de miles de horas en analizarlo, adorarlo, destruirlo y complacerlo, pero para él solo está su banda de jazz (que se recomienda ver en Wild Man Blues, un documento más íntimo sobre el director), sus Knicks, su esposa y su trabajo. El resto no importa. Para ser una persona que desde hace mucho tiempo representa a la hipocondría en el séptimo arte, vale la pena tratar de seguirlo.