El ojo complaciente
La perseverancia es uno de los pocos reconocimientos que deben dispensarse a Robert B. Weide, quien tras 25 años intentó convencer al genial Woody Allen para elaborar un documental revisionista de su obra y que tras el visto bueno del artista se dejó eclipsar por su magnética estatua intocable y no ocultó en ningún momento una profunda admiración por el director de Brooklyn.
Así nació Woody Allen el documental, que llega en versión reducida a pocas pantallas locales con un nombre tan poco ambicioso como lo que se terminó por conseguir, tanto en los 195 minutos originales como en su formato de 113 minutos como llega en esta oportunidad.
Woody Allen el documental intenta por un lado descubrir al hombre detrás del artista y lo consigue apenas en el repaso biográfico más que en desenfundar las verdaderas máscaras que se siguen multiplicando como parte de la vitalidad de un indescifrable cineasta y autor que no hizo más que filmar películas (casi una por año desde 1965) cuando comprendió tempranamente que debía tener el control absoluto sobre su trabajo para desnudarse emocional e intelectualmente ante un público que muchas veces no lo comprende.
Es realmente difícil dimensionar al multifacético Allen Stewart Konisberg si no se lo hace a partir de sus mutantes obras, comedias maravillosas, dramas existenciales e híbridos difíciles de clasificar, y de su evolución como autor así como desde su constante proceso creativo, autorreferencial para ir desarrollando sus propias obsesiones a lo largo de décadas y con una envidiable carrera cinematográfica, que a pesar de sus bajas nunca llegó a tocar fondo ni mucho menos.
Cualquier título mediocre de Woody Allen –los hay, no se puede negar- sometido siempre al tamiz con aquel de Crímenes y pecados (1989), o Zelig (1983) o Annie Hall (1977) es por lo menos superador de muchas propuestas cinematográficas de directores talentosos como él pero esa necesidad de mantenerse vivo es lo que también lo expone y quizás en eso resida su reticencia a mostrarse en carne y hueso. Sabido es que tiene fobia a las entrevistas y a las conferencias en festivales, también descree de los elogios y los premios.
Desde el punto de vista cinematográfico, los méritos propios de este documental se agotan de inmediato al apelar al relato compartido por cabezas parlantes de un seleccionado de aduladores –no falta ninguno- encabezado por actores, productores, algún que otro crítico y sus musas femeninas, que no aportan nada significativo ni novedoso al retratarlo tanto en su rol de director como de actor o sencillamente en lo que a su vida privada respecta.
Quien sí busca analizar sin tanto cholulaje encima y obsecuencia es Martin Scorsese porque logra establecer el equilibrio justo y ubicar en el contexto a un personaje muy complejo, incluso desde su particular manera de trabajar con sus películas.
Es notorio que si bien Weide tuvo acceso total a la intimidad de Woody Allen (dos años siguiéndolo a sol y a sombra) jamás logró llegar a Woody Allen sin dejarse arrastrar por sus comentarios lúcidos y la seducción de su inteligencia, así como sucumbir frente a esa humildad que no parece a esta altura tan transparente o genuina.
Lo que no puede negarse y sobre todo en perspectiva es que estamos frente a una persona auténtica y única en su especie, que sigue aún despertando pasiones en la cinefilia, odios, envidias, admiración pero que nunca terminará por definirse ni encasillarse en un panorama cinematográfico cada vez más predecible y servil a las dictaduras de los públicos y sus gustos.
Para aquellos espectadores dispuestos a reencontrarse con quien fuera durante varias décadas un transgresor con mayúsculas y no desde la pose o la impostura encontrarán en este documental los orígenes de esa rebeldía, aunque sin grandes revelaciones. En cambio, quienes pretendan configurarse de algún modo quién es Woody Allen, absténganse y hagan el esfuerzo de buscar sus películas porque en definitiva su esencia se encontrará siempre allí.