Tensiones (pasadas, presentes, futuras)
Desde hace un rato que está bastante claro: hay ciertos temas vinculados al mundo de los superhéroes que ya no pueden sostenerse por sí mismos. El Hombre Araña no puede seguir hablando sólo sobre cómo un gran poder implica una gran responsabilidad, ya todos sabemos que Superman es una metáfora gigantesca sobre Dios, se ha explorado hasta el hartazgo la noción de justicia por mano propia en Batman y (obvio) está claro para todos que la historia de los X-Men es la alusión por excelencia al racismo, la xenofobia y otras formas de discriminación que nacen del miedo al otro. Esto no significa que esos tópicos se agoten, porque son universales, sino que deben ser repensados, buscando nuevas formas de representación en función del cine actual.
Con X-Men: Primera Generación, la saga mutante cinematográfica comenzó a hacerse cargo de esta necesidad de reelaboración, encontrando una nueva punta de análisis a partir del contacto con la Historia. Bah, la Historia de Estados Unidos, que según la visión estadounidense se termina posicionando como la Historia universal. Este entrecruzamiento con lo que pasó en la realidad en décadas pasadas refuerza la vocación del contenido ficcional por constituirse en vehículo para la producción de discursos políticos y culturales. El adentrarse en el pasado implica rastrear las huellas que constituyeron la identidad, dándole mayor entidad a los superhéroes pero también a la sociedad que han habitado. Pero a la vez, este proceso tiene sus peligros: echar un vistazo al pasado lleva a sacar a la luz viejos traumas. Todos estamos marcados por las tribulaciones y los norteamericanos tienen una lista larga de muertos en el placard. Aquella precuela ya exponía unas cuantas vacilaciones a la hora de mostrar lo que había sido la Crisis de los Misiles en Cuba. ¿Cómo abrir el juego entonces con lo que fue el asesinato de Kennedy, la presidencia de Richard Nixon y la derrota en la Guerra de Vietnam? ¿Cómo presentar las mayores heridas al imaginario estadounidense, no sólo en la propensión imperialista, sino también en su concepción de la democracia a través de un tanque de 200 millones de dólares? ¿Cómo unir ese pasado con este presente, que posee sus propios traumas, que marcan y configuran a un espectador cinematográfico con las expectativas de un gran espectáculo, y que a la vez se ha alimentado con el fanatismo típico de la lectura de cómics y la recepción de las anteriores entregas de la saga?
Toda esta introducción viene a cuento de las fuerzas en pugna dentro del relato que cimenta a X-Men: días del futuro pasado, film en el que las lecturas temporales no sólo están en su título y en su premisa, sino también en sus múltiples referencias políticas. No se trata sólo de la historia de cómo Wolverine debe viajar en el tiempo a través de su mente, desde un futuro distópico, donde el mundo ha sido prácticamente destruido y la extinción de la raza mutante es sólo una cuestión de tiempo, hasta 1973, donde el asesinato de un científico desató la guerra que condujo hasta esa destrucción que se quiere impedir, cambiando los acontecimientos. Se trata de seguir reflexionando sobre la construcción del Profesor X, Magneto y los demás mutantes que han alimentado la mitología de los X-Men no como personajes lineales -los buenos y malos- sino como seres que se han ido edificando a sí mismos, avanzando y retrocediendo, tal como la sociedad que integran. Porque claro, lo que importa en el fondo es reafirmar la -supuesta- capacidad (o potencial capacidad) de la sociedad estadounidense para reconstruirse a sí misma, para salir delante de sus momentos más oscuros, corrigiendo sus propios errores. “Si sobrevivimos a Nixon, Vietnam, al asesinato de Kennedy (mencionado en la trama como un mutante, en un guiño histórico tan inteligente como hilarante), podemos sobrevivir a lo que sea”, parece decir la película. Y cuando lo dice, su discurso no sólo apunta al espectador estadounidense, sino también al público global.
El problema es que hay mucho que contar -hay evidentemente varios acontecimientos que en el cómic original tenían mucho más desarrollo, como la creación y acciones de los Centinelas- y a X-Men: días del futuro pasado, para poder mantenerse a la par de los hilos narrativos, se le escapa buena parte del tono épico que necesita su relato. Hay un permanente tira y afloje, que no termina de resolverse del todo, entre la discursividad que nace de Charles Xavier o Wolverine, y la fisicidad aportada en distintas instancias por Magneto o Quicksilver (una incorporación realmente estupenda). La acumulación de sucesos se da con apropiada fluidez, no hay por qué negarlo, pero a la vez al film le cuesta encontrar su autonomía, su impacto único, propio, sin depender de las anteriores y futuras entregas. Sólo de a ratos (en especial en los últimos minutos) alcanza la emoción que se insinuaba en los avances previos.
Película de tensiones -políticas, cinematográficas, culturales, ideológicas-, entre el antes y el ahora, X-Men: días del futuro pasado es capaz de provocar múltiples reflexiones en lo posterior a su visionado, aunque en el momento en que se la ve no trasmite la intensidad esperada. ¿Y cuáles eran las expectativas? Con eso también juega el film, con lo que vimos antes y aguardamos a futuro, con una identidad maleable, indefinida, hasta se diría que problemática. Esa dificultad para definirlo lo hace mucho más interesante que buena parte del espectro hollywoodense.