Para contar la vejez en el cine no basta con que los protagonistas de la historia la estén atravesando. Captarla es, además, encontrar formas para configurar ese futuro último, más o menos distante y casi completamente inconcebible en el que se encuentra (¿alguien realmente imagina su vida a los ochenta y pico?), y hacer que parezca cercano y verosímil. Pero, curiosamente, el mejor verosímil de la vejez no es otro que el absurdo, porque eso es lo que es una vida que está por llegar a su fin; alguien que violentamente dejará de caminar, toser o reírse a carcajadas, y no despertará nunca más. Entonces —y quizás para que la ancianidad sea una ficción menos absurda— los personajes de la película de Stéphane Robelin deciden vivir en comunidad. Lejos de buscar experiencias únicas y exóticas como lo hacían los protagonistas de Antes de partir o El exótico Hotel Marigold, los de ¿Y si vivimos todos juntos? no tienen otra estrategia que enfrentar la muerte con la unión y la amistad, el sexo, el humor y el juego.
Gran parte de esa mirada tiene su apoyo en los personajes (impecables actuaciones de Jane Fonda, Geraldine Chaplin, Guy Bedos, Claude Rich y Pierre Richard), a quienes la película protege y desliga casi por completo de la tarea de ofrecer una visión nostálgica o incluso una enseñanza. Más bien los compromete en la generosidad y el poder de sus gestos, tonos y movimientos para construir un humor constante, tan candoroso y sutil como cada uno de ellos. Justamente en ese punto es que también se distancia de otras películas de temática similar: mientras aquellas buscan tanto el humor como la realización de sus personajes entre paisajes y situaciones exóticas, la de Robelin los encuentra en los diálogos de las sobremesas y los paseos con el perro.
Pero no sólo eso. ¿Y si vivimos todos juntos? se mimetiza con sus protagonistas y observa su mundo con la misma inocencia, ternura y, por qué no, torpeza. La música lo confirma en cada una de sus numerosas apariciones. Pero también lo hacen algunos planos, que cortan o se detienen en detalles ínfimos, tal como si registraran tesoros. Uno de estos puede ser el que muestra a Claude preparando un sobre para una mujer, y que de repente corta a primer plano sólo para registrar el momento en que éste huele el perfume. Otro de los muchos es el que protagoniza Dirk (Daniel Brühl) finalmente teniendo sexo con una chica de busto generoso (como a él le gustaban), hecho que se muestra de un modo lento y expuesto, casi como si se lo intentara explicar a un niño.
Al final, puede que su única falencia sea, justamente, no terminar de cerrar la trama que constituye la presencia de Dirk dentro de la comunidad y su tesis sobre la vejez en Europa. Pero la importancia de su mirada no podría haber sobrepasado todo lo demás: eso sería como volver a poner la vejez en un mundo aislado, que se observa a la distancia y que luego se plasma en un papel tal como si fuese una ficción. En cambio, ¿Y si vivimos todos juntos? nos ofrece presenciar un último paseo junto a sus personajes. Aunque gritan el nombre de alguien que ya murió, nosotros buscamos con ellos. Después de todo, aún es absurdo que alguien se vaya y no vuelva nunca más, y la película ya nos ha mostrado que, mucho más que la lógica, lo que vale son los momentos juntos.