Éste es ese tipo de film que uno ya desde el titulo sabe a qué situación se va a enfrentar pero a veces, sólo en contadas ocasiones, sucede, sobre todo en este negocio del “arte”, que la vida da sorpresas.
Por supuesto que no deja de ser una historia de amor, pero desde el principio, y a partir de la construcción de los personajes, es que este ejemplar se separa del resto que la antecedieron, principalmente de las que nos fueron castigando en los últimos años. Léase todas las bochornosas películas de amor adolescente /joven, adaptaciones de las novelas de Nicholas Sparks.
La historia se centra en una joven veinteañera, Louisa “Lou” Clark (Emilia Clarke), quien vive con su familia en un pequeño pueblo en medio de la campiña inglesa. Trabaja en una tienda de comidas, es amable, siempre sonriente, tiene novio y una vida absolutamente, pero sólo en apariencia, plena. Sin un proyecto claro, real en su vida, sin deseos determinados, su aspecto desde su propio vestuario la presenta como infantil más que desafiante o creativa. Sin embargo la globalización alcanzó la campiña inglesa y su lugar de trabajo desparece.
Ella sabe que en su hogar se necesita de su ingreso pecuniario, su padre fue la primera víctima, no la única, de la situación económica. Está decidida a trabajar en lo que sea necesario hacer.
Todo cambia cuando es seleccionada para un trabajo para el que no está preparada.. Se convierte en encargada, y compañera, de Will Traynor (Sam Claflin), miembro de la familia más adinerada del lugar, quien por un accidente de tránsito quedo cuadripléjico. Antes, una joven promesa, atleta, intelectual, financista de éxito, amado por todos; ahora, convertido desde su tecnológica silla de ruedas último modelo, en un monumento de la misantropía.
El encuentro entre ambos abre la puerta hacia donde se va a dirigir el relato. Todo esto en los primeros 10 minutos, ponle 15…
No están solos en el castillo donde habita Will, la ayuda viene en formato de fisioterapeuta, bajo la mirada Camila (Janet McTeer) y Stephen (Charles Dance), los padres de Will.
Camila, que no se resigna a la situación e intenta por todos los medi de proteger a su hijo, sin darse cuenta que éste ya es un adulto, entrado en desgracia, pero con el intelecto intacto.
Por su parte Stephen, aparenta ser más frío, sus tareas cotidianas le permiten poner un poco más de distancia sobre la situación.
Presentado el conflicto, uno supone, desde la previsibilidad, todo lo que va a suceder.
Esta adaptación de la novela homónima de Jojo Moyes, también responsable de la escritura del guión cinematográfico, y dirigida por la debutante Thea Sharrock, reconocida en su país como directora teatral, tiene el beneficio de contar con buenas interpretaciones en el sostenimiento del desarrollo de la historia.
De estructura narrativa clásica, con una progresión dramática del mismo orden, pero con un toque de comedia que le sienta bien, hasta la delicada circulación por un humor negro muy sutil es bienvenido.
El diseño de arte brilla por su ausencia, como si el sólo espacio en donde todo se desarrolla alcanzara, desperdiciando elementos de orden visual escenográfico que le hubiera dado otro valor al texto, que están, pero no se utilizan.
Situación que se repite con la dirección de fotografía, con los paisajes que están, pero desaprovechados, apenas realzados en algún momento por la selección musical que funciona la mayor parte de las veces de manera empática a la imagen, pero alcanza su punto más alto cuando juega de manera contrapuntística. Sólo la delineación del vestuario está a la altura de las circunstancias, principalmente en el de nuestra heroína, pues su indumentaria da cuenta de su carácter todo el tiempo.
La mayor sorpresa es que, cuando empieza a terciar el conflicto, al iniciar el tránsito hacia su resolución, a partir de lo anterior ya comprado y pagado, gracias a la pericia de la directora y a las actuaciones muy verosímiles, uno desea realmente que lo previsible se haga realidad.