La pesadilla del asistencialismo
Ken Loach es uno de esos realizadores que vienen filmando -detalle más, detalle menos- la misma película desde sus trabajos televisivos de la década del 60 hasta nuestros días, lo que en términos prácticos constituye un ejemplo de coherencia e impetuosidad política como ya casi no existe en nuestra apática contemporaneidad, siempre controlada por una industria cultural y una prensa burguesa idiota que construyen un modelo de representación de la realidad vinculado a mantener el estatus de esa clase media alta que se desinteresa de todo lo que no sea ella misma y que para colmo se la pasa avalando a los gobiernos encabezados por una oligarquía reaccionaria e inhumana. La militancia de izquierda del director siempre estuvo orientada a retratar el devenir y los padecimientos del proletariado inglés (pobreza, marginalidad, falta de perspectivas a futuro, etc.) y todo ese conjunto de barbaridades que llevan a cabo las administraciones conservadoras en el poder (represión, flexibilización laboral, deshonestidad, prebendas hacia los sectores del capital concentrado y salvaje, etc.).
Continuando con su estrategia de revertir la invisibilidad a la que están condenados los humildes en el ámbito artístico actual, Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) es otro glorioso capítulo en la cruzada de Loach en pos de denunciar la complicidad del Estado en el sostenimiento y expansión de la desigualdad detrás de un sistema económico que sentencia a la miseria a buena parte de la población. Desde que en los 70 los activos financieros reemplazaron al trabajo como eje de la cadena de valor, los antiguos obreros se transformaron en lúmpenes y la burguesía de servicios en una portavoz lobotomizada de los intereses hegemónicos, un cuadro de situación que a su vez se completa con un régimen asistencialista que suele enarbolar una idiosincrasia de naturaleza y ribetes kafkianos. Precisamente, es ese manojo laberíntico, pesadillesco y demencial el núcleo de la historia que nos ocupa, una que vuelve a servirse de un desarrollo semi neorrealista apuntalado en el slang de los suburbios, un ritmo sosegado, fundidos a negro entre las escenas y mucho inconformismo de barricada.
El protagonista al que hace referencia el título es un carpintero de Newcastle de 59 años que debido a un infarto no puede volver a trabajar por el momento, circunstancia que lo lleva a solicitar una ayuda estatal que poco a poco se convierte en un martirio inexplicable de trámites, categorizaciones, delirios varios, recategorizaciones y pérdida progresiva del respeto propio como ser humano. Daniel Blake queda atrapado en una red burocrática tan insensible como impersonal que trata a los excluidos y sus familias como simples números y no da soluciones concretas en ningún momento, más bien todo lo contrario: el esquema hace de la perversión su precepto rector porque eventualmente obliga al hombre, cuando los tests reduccionistas de turno lo descalifican como beneficiario del seguro por enfermedad, a buscar trabajo para recibir un magro subsidio mensual a pesar de no estar en condiciones de volver al ruedo. El círculo de la desesperación sólo encuentra un atenuante cuando Daniel traba amistad con Katie, una madre soltera con dos hijos en un estado similar de abandono.
Mientras que por un lado el director reutiliza los recursos del documental para apegarse a los hechos con vistas a construir un caso testigo de tantos otros a lo largo y ancho de Gran Bretaña y el globo en general, por el otro -y sobre todo en esta oportunidad- pone de manifiesto el sadismo sin precedentes que ejercen los esbirros de las dependencias gubernamentales vía acción u omisión, siempre más atentos a los tecnicismos expoliadores, el autoritarismo y los planteos ridículos que a resolver el problema de fondo u ofrecer una respuesta en verdad satisfactoria. La misma esencia del asistencialismo aparece desnuda en la película gracias al señalamiento de esta característica central de toda la estructura, la de reproducir las injusticas y los desajustes sociales en el tiempo a través de paliativos cuyos requisitos para su obtención parecen ideados por uno de los funcionarios del fascismo en su versión/ parodia orwelliana (en nuestro Tercer Mundo las formalidades son más laxas, no obstante el cúmulo de menesterosos sobrepasa en proporción a sus homólogos de Europa).
En un capitalismo orientado a la timba financiera, la corrupción, la vulgaridad mediática, una economía uniforme y no diversificada, un cuadro fiscal regresivo y la destrucción del empleo, la vieja fórmula -venida a menos- de la masa adormecida del extinto Estado de Bienestar hoy por hoy continúa vigente aunque aggiornada mediante la hipocresía retórica de los tecnócratas y sus secuaces asociados a un empresariado de índole explotadora. La propuesta se basa en el excelente desempeño de Dave Johns como Daniel y Hayley Squires como Katie para hacer del naturalismo su principal arma política y el signo irrevocable de su integridad, esa que la crítica cinematográfica burguesa no llega a comprender en su banalidad consumista solventada por un mainstream que tiende a celebrar la cultura de la irresponsabilidad social y el desinterés por el prójimo, como si todos fuésemos islas en el océano de la utopía mercantil del neoliberalismo. Yo, Daniel Blake es un film extraordinario que llama a la solidaridad y la resistencia contra la derecha putrefacta que nos gobierna…