A principios del siglo XIX la electricidad y el romanticismo coincidieron en la mente de una chica de 18 años y de esa chispa surgió un monstruo que sobrevivió a la inexperta novela epistolar de Mary Shelley y a casi todas las apropiaciones posteriores. Salvo la imagen icónica de Boris Karloff (los pelos pegados en la frente y el tornillo en el cuello, en El doctor Frankenstein, de James Whale, 1931), el moderno Prometeo sigue desencadenado en la imaginación popular.
Esa energía disponible propició una inversión de 65 millones de dólares para producir Yo, Frankenstein. Un gran mito se merecía una gran película, perece haber sido el razonamiento, y eso significa buenos actores (Aaron Eckhart, Billy Nighy) un director entrenado en megaproducciones (Stuart Beattie), efectos especiales y todo lo que Hollywood sabe del negocio.
Pero en algún eslabón de la cadena algo cedió y las cosas empezaron a fallar. ¿Qué? ¿Cuáles? En principio, el guión, al que no le basta con el misterio del monstruo y se pone a amontonar demonios y gárgolas en una trama cuya único objetivo se diría que es figurar en el libro Guinness con la mayor cantidad de explosiones por minuto.
Y a la rastra de ese guión de dudosa inspiración gótica, vienen los otros grandes problemas de Yo, Frankenstein: el diseño digital de las criaturas fantásticas, de los escenarios y de las explosiones. En todos los casos, la impericia es tan evidente que uno tiene la sensación de que han trabajado con el software de una generación anterior. Así, lo que debería haber sido mágico, sublime o al menos maravilloso no llega siquiera al grado de ridículo.