Un breve repaso por la historia señala a Kevin Grevioux como un actor de poca monta con apariciones en distintas series de TV, el típico guardaespaldas en alguna comedia, o su rol más “importante” como un vampiro en la primera “Inframundo” (2002). Poco importa. Kevin es el creador de Dark Storm Studios, una productora abocada a proyectos gráficos y audiovisuales, en la cual pudo desarrollar un viejo proyecto consistente en tomar al personaje de Mary Shelley, la “criatura” de Frankenstein, para llevarlo a la novela gráfica y convertirlo en una suerte de antihéroe enfrentado a distintas fuerzas del mal. Allí se pueden mezclar demonios vampiros con bichos de piedra, da igual para el caso. Es un poco lo que sucedía con aquella “Van Helsing” (2004) de Stephen Sommers en la cual enfrentaba a Drácula, el monstruo de Frankenstein, el Hombre Lobo, Jeckyll / Hyde, etc.
“Yo, Frankenstein” se inscribe en esta idea de tomar algunas características del personaje para luego contar otra cosa. Veamos.
La introducción resume el libro de la Shelley en cuatro renglones y no muchos más fotogramas. Los tiempos corren rápido como para detenernos en la literatura clásica. Luego de hacerse cargo del cuerpo de Víctor, su creador, el monstruo sin alma es abordado en el cementerio por unos demonios que andan con ganas de llevárselo a un tal Naberius (Bill Nighy). Al principio es protegido por gárgolas a las cuales el bondadoso guionista y director Stuart Beattie les dio un laburo más interesante que el de decorar cornisas. Según la leyenda, estas piedras talladas son ángeles guerreros creados por el Arcángel Miguel para proteger a la humanidad de los demonios de Satán que tienen colmillos de vampiros, mueren con una estaca en el corazón o agua bendita como los vampiros, pero no son vampiros. Es así. Zafa pues del ataque es conducido a un palacio “gargolero” donde Leonore (Miranda Otto), la reina, hace dos cosas: una es ponerle nombre: Adam. Dejémoslo ahí. La otra es anticipar los siguientes noventa minutos para cualquier espectador que use su poder de deducción. Si el espectador decide no usarlo, entonces tendrá sesenta minutos de anticipación con una vuelta de tuerca.
Al no proponerse ser seria “Yo, Frankenstein” logra aciertos parciales dentro del género de aventuras porque desde un principio se rompen tanto las estructuras de la mitología del terror que no da lugar a suponer que alguien se equivocó en la adaptación. Empezando por la apariencia de Adam. Un par de cicatrices dibujadas (que encima se corren de lugar además de sanar), y ya está. El resto es la cara pintona de Aaron Eckart, quien debe haber estipulado en su contrato la ausencia casi total de efectos de maquillaje para que lo veamos mejor. Desde el instante en que él aparece el espectador deberá entrar en el código instantáneamente, o aburrirse e insultar por lo bajo. Se lo aviso porque en el medio hay una escena en la que el protagonista, con torso desnudo, dice que lo hicieron con ocho cuerpos. Si usted se la toma en serio deberá pensar que el científico hizo a su monstruo con ocho “Schwarzeneggers”.
Espero que este botón sirva como muestra para comprender el tono de ánimo con el cual deberá entrar a la sala.
La narración está bastante bien llevada por el director, pese a la evidente falta de presupuesto. ¿No estaremos demasiado mal acostumbrados? ¿No nos habremos vuelto demasiado técnicos, tanto espectadores, como analistas? Hay algo en la dirección de fotografía que no funciona del todo, en especial con la gárgola blanca, mientras que la buena banda sonora tiene, para la obra, algunos pasajes innecesarios. Lo mismo sucede con algunos efectos de sonido exagerados (aún dentro de las convenciones).
Así y todo, la supervivencia de “Yo, Frankenstein” está asegurada en el guión prometiendo defender a los humanos para siempre.
Si sobrevive en las salas cinematográficas quizás tenga su/s secuelas.