Casi una semana después de ver I, Frankestein en cines, todavía no puedo sacarme de la boca el gusto amargo en el paladar que me dejó una de las películas de ciencia ficción más estúpidas del año -y eso que recién vamos un mes-, quizás hasta de la última década. Es increíble que a esta altura del partido, proyectos como la película en cuestión consigan financiación, cuando es una clara copia a carbón de la festejada Underworld en 2003.
La matemática de tal esperpento -y no hablo del antihéroe que le da nombre al film, sino de la película en sí- es cambiar una protagonista femenina fuerte y exhuberante como Kate Beckinsale por un fornido Aaron Eckhart -inexplicable su presencia en pantalla en esta asquerosidad-, cambiar la guerra de vampiros contra licántropos por una más celestial y religiosa como gárgolas versus demonios, y ya casi estamos listos. El esquema es repetir misma fotografía, oscura pero nada sustancial, un par de efectos especiales que luzcan bien en pantalla -spoiler alert: lucen horribles- y una trama tan fina como una telaraña e igualmente peligrosa. Peligrosa para el espectador mosca, que quede obnubilado por los efectos de ascención y descenso de gárgolas y demonios al morir, pero no para el espectador atento, que logrará discernir el tufo apestoso de la propuesta. Un tufo de algo que parece muerto hace años, rancio, cual muerto vivo.
El guión de Kevin Grevioux y el director Stuart Beattie es miserablemente pobre, sacado del Manual del Guionista Básico, apenas sólido para sobrellevar una mísera hora y media sin aburrir en demasía. El elenco hace lo que puede de este bote fílmico en pleno descenso al fondo oceánico, con reconocidos actores que se verían apretados económicamente al firmar contrato para el bodrio. Miranda Otto apenas puede mantener una mirada solemne al verbalizar la frase "Soy la Reina Gárgola", Yvonne Strahovski es la damisela en peligro de siempre y hasta la habitual agradable presencia de Bill Nighy es un calco impresentable del mismo villano que supo interpretar en Underworld.
I, Frankenstein pretende tomar al espectador por imbécil y que acuda a ver algo que ya vieron hace diez años en cines. Incluso si esa maniobra le hubiese funcionado, el resultado en pantalla es estrepitosamente malo, con efectos horribles y un uso del 3D abismal. Ver I, Frankenstein es un trámite, pero al menos su visionado viene y se va, tan rápido como sacarse una curita.