El azar de la distribución cinematográfica quiso que este año se estrenen dos películas provenientes de Quebec. Pero bajo la procedencia en común y los premios obtenidos por ambas en distintos festivales, emergen dos propuestas diametralmente enfrentadas. Incendies es un drama de qualité que modera el sufrimiento de sus personajes con la belleza plástica de las imágenes. En cambio Yo maté a mi madre, la notable opera prima de Xavier Dolan, es una película visceral, honesta y singular. Al frío cálculo de Villeneuve, Dolan opone el riesgo permanente. El enfant terrible del cine québécois, que escribió, dirigió y protagonizó esta película entre los diecisiete y los diecinueve años, crea un salvaje collage personal que mezcla humor, crueldad y precisos registros cotidianos, a través de formas heterogéneas.
El título refleja el impulso primario que caracteriza a toda la película. Yo maté a mi madre retrata a un dúo disfuncional y algo perverso formado por un adolescente ávido de libertad, descubrimientos artísticos y encuentros amorosos; y su madre, un ser irritante y monstruoso a los ojos del hijo. Dolan utiliza el guión como catarsis, del mismo modo que el adolescente escribe una carta de venganza contra esa madre que le provoca rabia y vergüenza. La mera presencia física de los dos protagonistas implica confrontación, la palabra se convierte rápidamente en grito, cada tema plantea un problema y genera una serie de enfrentamientos hirientes. Pero a pesar del hiperrealismo de los exasperantes fragmentos cotidianos (como el plano detalle de los restos de comida en la comisura de los labios de la madre), se percibe cierta ternura con la que el director plantea la dicotomía de sentimientos. La clave del conflicto está en su repetición sin principio ni fin. Dolan filma la violencia de la relación hasta el agotamiento, al compás de los desayunos y las sesiones de tele por la noche, explorando todas las formas y ramificaciones posibles que incluyen una buena dosis de humor cáustico.
Las distintas capas de la narración disponen un tratamiento visual particular, el desarrollo del relato se entrecruza con secuencias subjetivas, pequeños planos abstractos, flash-backs de imagen granulada en súper 8, sueños y fantasmas. Las citas y referencias inundan la película: la maravillosa escena de dripping al ritmo de rock electrónico es un homenaje no disimulado a Jackson Pollock, las visualizaciones llenas de excesos de la madre o el primer plano del tubo de kétchup con un horrible mural de fondo remiten sin duda al pop art, y las secuencias musicales con los personajes de espalda y en cámara lenta tienen un aire al último Gus Van Sant. Las cartas y los mensajes sobreimpresos en la pantalla le otorgan una dinámica original al relato, pero no sucede lo mismo cuando se trata de simples citas. El dispositivo de cámara-confesión en blanco y negro con el cual el protagonista se auto filma resulta un poco inútil. Pero estas pequeñas reservas son en realidad el reverso de una audacia furiosa y de un despliegue creativo alejado de la impostura, que son fieles a la edad del director. El deseo de ser único convive con las múltiples influencias y genera una bienvenida mezcla de lucidez e ingenuidad.