Mamma mía y sólo mía
Visceral y honesto son los términos que encajan adecuadamente en esta provocativa y deslumbrante ópera prima de la promesa canadiense (oriundo de Quebec) Xavier Dolan, quien con sus 20 años cautivó a la crítica en la Quincena de realizadores del festival de Cannes en el 2009, donde fue multipremiado por Yo maté a mi madre, film que también pudo verse en el festival de Mar del Plata con similar recepción por parte de la crítica especializada.
Además de escribir y dirigir esta mezcla de diario confesional, desbordante y con un estilo propio vinculado a una estética pop pero con auto conciencia y una demostración soberbia de manejo de recursos cinematográficos (planos abstractos, oníricos, fuera de campo, sonidos de referencia y puesta en escena minimalista), Dolan protagoniza el film encarnando a Hubert, un adolescente de 16 años que rompe el hielo frente a cámara con un manifiesto enojo sintetizado en una frase más que elocuente: “No sé qué pasó... Cuando era chico, nos queríamos”.
La referencia directa es a su madre Chantal (Anne Dorval), quien demuestra en el primer momento una capacidad asombrosa de absorber todo tipo de crítica destructiva, insulto y palabras hirientes por parte de un muchacho que roza a cada instante la histeria femenina; realiza agudas observaciones que no hacen más que resaltar la vulgaridad de la mujer y el desprecio de Hubert.
Sin embargo, a medida que progresa esta enfermiza relación amor-odio, tanto en las cuatro paredes que los aprisionan como fuera del hogar, se va develando una suerte de indiferencia y como su contracara la excesiva sobreprotección que no deja crecer a un adolescente ávido de libertad, condicionado por la dependencia materna y la ausencia de un padre tras una separación que data del pasado. Ese pasado que ya no volverá es uno de los lazos que se han roto para Hubert y su mamá; esporádicos momentos de plena felicidad donde se sentía protegido y querido, no juzgado y por ende no expuesto a un mundo difícil, complejo y hostil.
Si hay algo que no se puede enseñar como padre a los hijos es a sufrir. Se puede aprender a amar y a odiar pero el sufrimiento es una experiencia y un conocimiento intransferible que se presenta de muchas maneras y se exterioriza de otras como sucede en este relato de búsqueda de la identidad; de la necesidad perentoria de matar simbólicamente a los padres para crecer y en un segundo plano: un cáustico y muy singular enfoque subjetivo de las relaciones madre-hijo.
La incomunicación no siempre se constituye en el silencio o la indiferencia, sino que muchas veces se construye a partir del exceso de las palabras; de los insultos y de los reclamos que opacan cualquier intento de reconocer al otro en toda su dimensión, con sus defectos y virtudes. Tampoco se puede enseñar a escuchar.
Es por eso que Dolan, aunque haya declarado que no se trata de una autobiografía, se vale de la fuerza del cine para gritar su verdad y se codea desde lo conceptual con el espíritu juvenil de la Nouvelle Vague más allá de la obvia referencia cinéfila a Los 400 golpes (la escena en que comunica a su maestra que su madre murió); y se empapa de la rabia y suciedad de un Cassavettes a la hora de planificar escenas de alto impacto dramático.
Todo ese torbellino de sensaciones a veces asfixia, igual que la propia adolescencia cuando no se sabe cómo seguir; cuando se quiere regresar al pasado de seguridad (hay una escena maravillosa del protagonista en posición fetal dentro de una bañera que hace las veces de útero) y sobre todo de ingenuidad en pos de sufrir un poco menos o por lo menos hacerlo acompañado de la caricia de una madre.