Bernardo es un reputado arquitecto y catedrático de la UBA que acaba de enviudar. La última voluntad de su pareja era que arrojaran sus cenizas al mar en la Costa del Sol, en España, donde ella nació y a donde volvía cada año para visitar a su hermana. Terco e intransigente, decide no cumplir con ese deseo y, a cambio, enterrarla en un cementerio. Recién cuando su tumba sea profanada, en una vuelta de guion forzada que coquetea con lo fantástico, finalmente accederá a viajar al Viejo Continente.
Así están planteadas las cosas en Yo, mi mujer y mi mujer muerta, cuya acción transcurrirá luego integrantemente en aquel país. Allí el duelo se mezclará con la desorientación ante el descubrimiento de una aparente doble vida de su mujer, ya que el lugar señalado para arrojar sus cenizas coincide con un resort nudista. Algo que, desde ya, a Bernardo no le gustará para nada.
Con Carlos Areces en la piel del dueño de una inmobiliaria al borde de la quiebra, partenaire de Bernardo (Oscar Martínez) en su raid y comic relief para el relato, la película de Santi Amodeo oscila entre la comedia negra y de enredos, la buddy movie, una dosis de dramatismo existencialista y hasta una cuota no menor de fábula de auto-superación, en tanto Bernardo irá mutando la perspectiva de la vida a medida que vaya enfrentándose a la realidad de quién fue su mujer. Es los que los norteamericanos catalogarían como un crowd-pleaser.
El problema con esa multiplicidad de elementos es que por momentos no terminan de cuajar y el relato se resiente debido a que prioriza la acumulación de situaciones antes que la profundidad. Las vacilaciones narrativas de los últimos 20 minutos muestran que a Amodeo le cuesta cerrar la película, como si no confiara del todo en la calidad de sus materiales.