El tema del duelo es plasmado con humor en esta realización que habla sobre la muerte, el matrimonio y las vidas ocultas. Yo, mi mujer y mi mujer muerta tiene a Oscar Martínez en el rol de Bernardo, un arquitecto y profesor universitario cuyo mundo cambia inesperadamente.
Luego de la muerte de su esposa, Bernardo se ve obligado a viajar a la Costa del Sol, en España, para cumplir el deseo de ella: esparcir sus cenizas en el lugar que visitaba una vez por año.
La película del español Santi Amodeo es promocionada como una comedia pero transita por diversos carriles y no siempre encuentra el tono ideal para la historia. Al comienzo la difunta se manifiesta a través de señales en lo que parece un relato paranormal -con un interesante planteo visual de proyecciones en las paredes de la casa- y la presencia de la hija -una siempre correcta Malena Solda- pero luego se adentra en un terreno resbaladizo cuando Bernardo viaja y conoce a Abel -Carlos Areces-, el dueño de una inmobiliaria que entra en quiebra. Ambos conforman una "pareja despareja" a la que se suma una relacionista pública y juntos intentan cumplir la misión por la cual Bernardo viajó.
Algunos secretos saldrán a la luz con el correr de los minutos en esta realización que parece literalmente partida en dos: un inicio prometedor en Buenos Aires y un desarrollo en lugares desconocidos para Bernardo, donde se enterará de los verdaderos pasos de su esposa. La película acierta en algunos tramos gracias al oficio de Oscar Martínez pero luego se vuelve inverosímil y pierde el timón original.
Entre la profanación de la tumba, un club nudista que pone su mundo conservador en peligro y una galería de personajes que aparecen de manera forzada, el filme se queda a mitad de camino, sin el delirio que necesitaba para cerrar el círculo íntimo del protagonista.