Yo, mi mujer y mi mujer muerta

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

UN VIAJE ERRÁTICO

Si Ricardo Darín y Guillermo Francella supieron construir carreras donde sus roles interpelan constantemente a la clase media/media alta –que es el espectador modelo de la inmensa mayoría del cine argentino-, Oscar Martínez (especialmente desde los éxitos de crítica y público que fueron El ciudadano ilustre y Relatos salvajes) viene en la misma senda. El procedimiento de Martínez suele pasar por la frialdad, por una economía de gestos que contribuyen a construir personajes que casi siempre esconden algo bajo la superficie y que muchas veces son figuras de autoridad puestas en crisis. Lo de Yo, mi mujer y mi mujer muerta es bastante particular, porque el actor se pone a prueba a sí mismo, teniendo que adaptarse a los diversos tonos y géneros que atraviesa la película.

Es que el film de Santi Amodeo es un exponente más de los regímenes de co-producción entre España y Argentina, pero con una estructura narrativa algo elusiva, que en cierto modo la aleja del típico objetivo de alcanzar la mayor cantidad de público posible. El relato se centra en Bernardo, un arquitecto y profesor de la UBA que, luego del fallecimiento de su esposa, decide enterrarla, a contramano de los deseos de ella, que pedía ser incinerada y que sus cenizas fueran arrojadas al mar en la Costa del Sol, en España, donde había nacido e iba a cada año a pasar un tiempo con su hermana. Sin embargo, luego de varios días erráticos, marcados por acciones que rozan lo irracional, Bernardo recibe la noticia de que unos vándalos profanaron la tumba de su esposa y decide cumplir efectivamente con el deseo de su mujer, emprendiendo un viaje a España que no será precisamente lineal.

Lo que viene después por parte de Bernardo es un proceso de búsqueda y descubrimiento, que pasa por diferentes niveles: un momento y espacio para arrojar las cenizas de su esposa; un pasado oculto de su mujer, en el que salen a la luz conductas y decisiones que Bernardo nunca había imaginado; y hasta implicancias sobre sí mismo, instancias de descontrol que irrumpen en las grietas que ofrece una personalidad estructurada, tradicionalista y rígida. El viaje será la oportunidad para la película de plantear situaciones y encuentro antojadizos, permitiendo la entrada de personajes secundarios como Abel (Carlos Areces), el dueño de una inmobiliaria, y Amalia (Ingrid García Jonsson), una agente de relaciones públicas, que funcionarán como acompañantes circunstanciales.

En Yo, mi mujer y mi mujer muerta hay un juego constante con la incomodidad, con una estructura pautada por lo fragmentario y azaroso, donde el alcohol y los accidentes físicos funcionan como indicadores del desconcierto de Bernardo y su proximidad al estallido. Pero el problema es que, si el protagonista no tiene claro un rumbo, lo mismo se puede decir de la película, que pasa de forma bastante arbitraria del drama a la comedia, de la pura gestualidad corporal a los diálogos o monólogos remarcados. Se puede intuir un objetivo relativamente claro –el indagar en un proceso de duelo, donde la ausencia no deja de ser una forma de presencia- pero no las vías para llevarlo a cabo, con lo que el film termina descansando excesivamente en la ductilidad de Martínez, que se impone a los desniveles del guión, cargándose el relato al hombro e interpretando su papel con gran efectividad.

De ahí que las resoluciones sean abruptas, con baches llamativos en varias subtramas y unos veinte minutos finales donde se toman todas las decisiones obvias, con varias metáforas visuales y líneas de diálogo de trazo grueso. Yo, mi mujer y mi mujer muerta tiene momentos interesantes y hasta arriesgados, pero se desinfla progresivamente y queda lejos de poder transmitir adecuadamente los dilemas existenciales de su protagonista.