La historia de Yo nena, yo princesa es conocida. Todo empezó a fines de la primera década de 2000, cuando el hijo de un matrimonio, de apenas dos años, le dijo a su madre la frase del título, puntapié para una lucha –intrafamiliar, burocrática– para que ese chico, en 2013, pasara a llamarse oficialmente Luana, convirtiéndose en la primera menor trans en el mundo en tener un documento oficial acorde a su identidad de género.
Basada en el libro homónimo escrito por Gabriela Mansilla -madre de Luana, que hoy tiene 14 años-, la película de Federico Palazzo recrea aquella historia centrándose en los mil y un obstáculos que debió sortear el grupo familiar, desde los abuelos hasta los padres (Eleonora Wexler y Juan Palomino), pasando por la propia Luana (interpretada por la niña trans Isabella G.C.). Habrá, entonces, encontronazos matrimoniales, psicólogas que proponen “métodos correctivos”, colegios que no acompañan su transición de género y algún que otro funcionario público dispuesto a trabar las cosas.
Yo nena, yo princesa está pensada como una película de divulgación, de registro de un suceso histórico. Apoyado en actuaciones intensas, pero nunca desbordadas, y con una línea claramente demarcada que divide a los “buenos” de los “malos”, el relato encuentra en la fluidez narrativa su principal mérito. El problema es que, sobre el final, el guion asume estar escrito desde un presente muy distinto en términos de reconocimientos y derechos identitarios, y pone en boca de los personajes términos y conceptos estrictamente contemporáneos, sentando de manera obvia –y varias veces– una posición a favor de la diversidad y la inclusión.