Todo empieza con Rubén Blades contando cómo a los cuatro años, cuando su abuela le explicó qué era un cortejo fúnebre, se enteró de que algún día se iba a morir. Más adelante revela por qué quiso participar de este documental: “Yo tengo más pasado que futuro (…) Tengo mi testamento hecho. Esto es una parte de ese testamento. Es decir cosas que es importante decir porque si no las digo y no las aclaro ahora, otros van a tratar de interpretar, y no va a ser lo mismo”.
Queda claro, entonces, que Yo no me llamo Rubén Blades es una versión autorizada -él mismo es uno de los productores asociados- de la vida de uno de los íconos de la canción social latinoamericana. Con todas las ventajas y desventajas que esto implica: el acceso a la intimidad del personaje pero con límites implícitos sobre lo que se muestra o se dice, y una ausencia total de cuestionamiento a su figura.
Estos baches -inherentes a toda biografía oficial- se sienten, por ejemplo, cuando se menciona lateralmente el conflicto con Willie Colón para luego pasarlo por alto. Pero se compensan con los numerosos momentos de entrecasa de un documental que, lejos de subir a Blades al pedestal de los próceres, lo muestra como un “humano cualquiera” con algunos logros extraordinarios, como haber sido quien le dio profundidad a la salsa.
Blades abre las puertas de su casa en Manhattan y va repasando hitos personales mientras recorre sitios emblemáticos de su vida en caminatas por Nueva York y Panamá. Así, de cuerpo presente en los lugares que menciona, habla de su infancia, el primer lugar donde tocó, sus días como cadete en la Fania. Y también, de su hijo extramatrimonial, de sus facetas de actor y de político.
Hay testimonios de colegas y de allegados que no aportan mucho, y escenas de trastienda de conciertos. Ahí se ve a un Blades que, a los 70 años y con el testamento listo, todavía tiene ganas de cantar.