Tiempo de gitanos
El documental sobre Sandro, en su intento por no ser clásico, cae en arbitrariedades y decisiones equivocadas. El resultado es que brillan las escenas de sus películas en las que el director no mete mano.
Si algo nos enseñó la historia del cine es que cualquier vida puede ser digna de ser contada. En el caso de la vida de Sandro, uno que no es un particular conocedor ya sabe sobre su reclusión de los últimos años, su adicción al cigarrillo, su comienzo con el rock imitando a Elvis, su cambio hacia una música romántica, sus películas –algunas muy bizarras– como galán, y no mucho más.
Miguel Mato eligió que sea el propio Sandro el que cuente su vida mediante el audio de una entrevista que le hizo el periodista Francisco Loiácono a comienzos de los años 70, y acompañar esas palabras con imágenes actuales de los lugares que menciona (el conventillo en el que creció, un estudio de grabación), algunas pocas fotografías, una filmación en Súper 8 del propio Sandro en un viaje por los Estados Unidos y, por supuesto, escenas de sus películas.
El resultado es inexplicable. Si bien el audio –columna vertebral de la película– es un hallazgo y revela una personalidad a la vez humilde, pícara y canchera, nada de lo que cuenta Sandro es muy significativo, ni tampoco responde nuestros interrogantes sobre su vida y mucho menos de mete en los misterios de los últimos años (obviamente, no va más allá de los 70). Y las imágenes que elige Mato para acompañar son redundantes en el mejor de los casos y directamente arbitrarias en el peor. Cuando Sandro describe el conventillo en el que vivía cuando era chico, las imágenes muestran una mansión lujosa. ¿Es lo que hay ahora en el lugar del conventillo? ¿Es una recreación de la casa en la que vivió en los últimos años mostrada como un contraste entre los primeros años y los últimos? (Digo recreación porque, aunque Mato filmó el interior de la casa, la viuda de Sandro no lo autorizó a poner las imágenes). En fin, no queda claro.
La arbitrariedad alcanza niveles delirantes. Sandro cuenta que sus padres quisieron ponerle Sandro, pero que en el registro civil no los dejaron y por eso le pusieron Roberto. Este dato, quizás conocido entre los fanáticos pero que yo desconocía, no merece mucho más que una nota de color al pie. Mato decide dedicarle la única escena ficcionada de la película: Daniel Valenzuela y Celeste Gerez interpretan a los padres y Carlos Portaluppi al empleado del registro civil en una escena ilustrativa digna de un acto escolar. Después la película no vuelve a utilizar el recurso de la ficcionalización con actores: por un lado, viendo el resultado de esa única escena, es mejor; por el otro, un caso más de capricho e inconstancia.
Hay otras decisiones que me atrevo a calificar como objetivamente equivocadas. Hay solo dos entrevistados en la película: José Luis “El Puma” Rodríguez y Lucecita Benítez, una cantante portorriqueña. El Puma Rodríguez cuenta la relación de su apodo con la canción de Sandro “Mi amigo el puma”. Más allá de que parece otra arbitrariedad que en una película casi sin entrevistados uno de ellos sea El Puma Rodríguez, lo que hace Mato después es criminal: alterna el musical de la película Operación Rosa Rosa en la que Sandro canta esa canción con unas imágenes del Puma Rodríguez cantándola en un estudio. La extraordinaria sensualidad del Gitano cantando transpirado y moviendo la pelvis con unos pantalones oxford celestes y una camisa abierta hasta el ombligo ante un auditorio de mujeres de todas las edades gritando desaforadas se ve interrumpida por un anciano con peluca y botox que no tiene absolutamente nada que ver con nada.
El resultado involuntario de Yo, Sandro. La película es que brillan por contraste las escenas musicales en las que vemos a Sandro en acción, sin que se metan el director, el montajista o el musicalizador (con una versión de “Una muchacha y una guitarra” horrenda, con guitarra sola, melancólica). Lo vemos cantando todos sus hits y algunos no tan conocidos (se destaca el clip de “Atmósfera pesada”) y hay una secuencia particularmente interesante en la que vemos varios de sus besos apasionados (bueno, acá sí hay mano de un montajista; quizás sea el gran momento cinematográfico de la película).
Miguel Mato eligió no hacer un documental clásico de “cabezas parlantes”. Yo, Sandro. La película es la demostración de que a veces lo clásico, lo probado, es mejor que hacer cualquier cosa.