Difícil imaginarse la vida de Tonya Harding como una comedia. Después de que su padre, con quien tenía una relación amigable, se fuera de su casa, quedó a cargo de una madre convencida de que el maltrato era la mejor manera de forjar una personalidad ganadora. Creció en un tráiler (una estadística oficial informaba hace poco que son más de veinte millones las personas que viven en esas condiciones en los Estados Unidos), abandonó muy pronto sus estudios y aprendió a patinar sobre el hielo soportando estoicamente las severas exigencias de esa mamá antipática, misántropa y fumadora empedernida que Allison Janney interpretó con una solvencia que redundó en un Oscar.
Después se casó con otro redneck de Portland con el que mantuvo una relación intensa y tormentosa, un joven sin sueños como tantos otros que, la película se encarga de subrayar, en los 80 simpatizaron con Reagan y eligieron la música berreta de Laura Branigan y Richard Marx. Y cuando estaba afirmada como patinadora -era la única norteamericana que había logrado el triple axel, un salto dificilísimo para resolver con tanta plasticidad- su carrera dio un vuelco inesperado: Tonya quedó implicada en un oscuro incidente que la convirtió en una auténtica villana, la cobarde agresión a una de sus compañeras del equipo olímpico, Nancy Kerrigan, perpetrada por un sicario de poca monta pero supuestamente maquinada por ella. Terminó multada, inhabilitada de por vida y dando pena en una fugaz carrera como boxeadora.
Con ese material inflamable, el australiano Craig Gillespie ( Enemigo en casa, Lars y la chica real, Noche de miedo) se animó a lo inesperado: una película biográfica atrevida y algo desmelenada que por momentos se tiñe por completo del tono de la comedia negra. El recurso, habitual en el cine de los hermanos Coen y utilizado también en la recientemente estrenada Tres anuncios por un crimen, suele denotar cierto desprecio por los personajes a los que retrata: una mirada irónica que, más que buscar explicarlos y entenderlos, los sanciona.
Aun así, el trabajo superlativo de la también australiana Margot Robbie genera compasión y empatía. Le insufla potencia y emotividad a toda la película. Su salvaje personalidad, queda claro, es el resultado de un contexto insoportable. Y la disputa con esa colega que ella visualiza exclusivamente como rival a vencer, una reproducción en miniatura de la vieja y siempre vigente lucha de clases.