Lars y la Chica Real (2007), aquella pequeña película indie protagonizada por Ryan Gosling, planteaba la posibilidad de que un hombre, Lars, se enamorara de una muñeca a tamaño real. En su segundo largometraje, que hoy es una película de culto, Gillespie toma una otredad –no fantástica, sino más bien absurda– que es absorbida por esa comunidad tan bien retratada de un pueblucho solitario de Wisconsin. Aquí el relato no se detiene puntualmente en definir la rareza, lo otro, aunque esa sea la característica que afecta a todos los sucesos; no se enfoca en el hecho en sí, sino en la adaptación que hace su entorno en relación a dicha extrañeza. De manera humilde, esta película reflexiona sobre las relaciones humanas y no sobre las nuevas posibilidades de la tecnología en nuestro tiempo. Es una película de cómos más que de qués. Diferenciémosla con un ejemplo más popular: aquel capítulo de la segunda temporada de Black Mirror llamado “Be Right Back” donde una chica compungida por la muerte de su pareja ordena por teléfono una especie de autómata con sentimientos, físicamente igual a un humano, que reemplace a su difunto compañero. Aquí, por caso, el énfasis está puesto justamente en el hecho presuntamente trascendente de la posibilidad de encargar por internet una persona. No sólo resulta ser un mal chiste, sino que ese chiste, efectivo en una primera instancia, se repite demasiadas veces. La solemnidad habitual de esta serie ya apropiada por Netflix se hace presente, una vez más, en este episodio. El resultado es la fallida búsqueda de tocar constantemente temas del futuro sin ningún tipo de reflexión profunda; las premisas, aunque interesantes, quedan reducidas a un graffiti, a una pancarta o, en términos digitales, a un tweet. Pensemos en otro caso tal vez más cercano a Lars y la Chica Real: Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos (2004, Michael Gondry). En esta película, cuyo título ya provoca una distancia producto de la solemnidad puesta al servicio del espectador cool, también se encuentra esa idea de la máquina ficticia en un mundo cotidiano. Si bien es cierto que acá sí se hace hincapié en la relación entre los dos protagonistas, hay una idea repetida hasta el hartazgo: el fallo de la máquina ante el enamoramiento incorruptible. De forma perfectamente acertada, Lars y la Chica Real logra tomar distancia de estas dos obras dejando de lado la mera idea superficial de la invención para dar lugar al desarrollo y a la complejidad, esta vez empática, de la otredad en el día a día.
Ahora bien: ¿qué une aquella chiquita y dulce de Lars… a Yo Soy Tonya, la película que nos compete? Aquel Lars comparte con Tonya Harding –una correcta Margot Robbie–algunas características: una de ellas –quizás la más urgente– es que ambos, aunque humanos, poseen comportamientos totalmente caricaturescos y hasta robóticos (esto último de manera acabada en el personaje de Gosling en Lars…). Sin embargo, el lazo que los une perfectamente está en la puesta en escena: hay una clara y acertada decisión de la película que consiste en empatizar con sus personajes, por más inhumanos que luzcan. Tras ese salvajismo que resulta controlado de manera exógena, Tonya Harding es un personaje que queremos porque el director la trata con cariño en su narrativa. De hecho, no nos interesa demasiado Nancy Kerrigan, la víctima del incidente principal del film. Ambas películas, con conflictos, escenarios y temas completamente distintos, logran desarrollar con dulzura y sin solemnidad temas complejísimos que atañen al ser humano en sus raíces más profundas. En ningún momento se hacen juicios de valor sobre lo que vemos en pantalla (Yo Soy Tonya es un especie de metadocumental falso) sino que deja todas las conclusiones a merced del espectador, sin bajar líneas obvias; son mucho más recurrentes las escenas fuera de la pista de patinaje que en las competiciones. Es como si Gillespie nos contase el mundo de la compleja Tonya Harding puertas adentro para luego explicar los trágicos hechos en el campo exterior sin ponerse en un lugar altanero.
Otro de los puntos interesantes de Yo Soy Tonya es su puesta de cámara. La violencia natural de la historia (la biopic) tiene su correlato en los furiosos travellings, paneos y planos secuencia. Sin embargo, aquí viene la hybris: parece como si la cámara fuera demasiado consciente del cinismo y de la agresividad con la que se cuenta la historia, por lo que comete un exceso tal vez esperable: exagera un poco su propia propuesta. La furia de la propuesta es tan autoconsciente que eso repercute en los travellings, no solamente exagerados sino demasiado recurrentes, donde quizás en algunas oportunidades no haga falta. La inmediata comparación que se establece es, por un lado, con las películas de los hermanos Coen, sobre todo por el tono que lleva a cabo la película y, por otro lado, con la puesta en escena de Buenos Muchachos (1990) y, por qué no, de El Lobo de Wall Street (2013). Gillespie toma algunos elementos de la planificación de cámara de Scorsese, aunque tal vez con menos importancia en los encuadres; el frenesí de la acción por momentos parece llevársela puesta. Incluso en el trailer, una de las críticas sobreimpresa en el video reza “es la Goodfellas del patinaje artístico”. Más allá del título sensacionalista, podemos rescatar algunos elementos inherentes a la película que sin la puesta de cámara elegida por Gillespie no hubiesen tomado esa forma.
A priori, y con algunos prejuicios que no suelen fallar, Yo Soy Tonya se encuentra dentro de ese grupo algo merecidamente bastardeado de films que en realidad son vehículo para ganar premios para su elenco. Recientemente, la transformación –un poco vendehumo, si se puede acotar– de Gary Oldman para interpretar a Churchill en Las Horas más Oscuras le valió un Oscar a mejor actor. De la misma manera, Yo Soy Tonya intenta llevar a su punto más extremo a Margot Robbie, que tiene una correctísima interpretación en una película que es rica en varias aristas más. En una entrevista con GoldDerby, el mismo Gillespie (un director que suele trabajar bajo contrato) admite no haber estado interesado en dirigir la película hasta enterarse de que Robbie la protagonizaría. Cuando ingresó al proyecto, no hizo más que robustecer todas sus facetas. Sí, claro, hay alguna que otra escena sobreactuada y con libertad para que Robbie se luzca, pero ninguna queda aislada ni desentonada. Un film parejo, con decisiones acertadas y con la violencia necesaria para hacernos aguantar una interesante biopic, que no es poco.