UNA VIDA DE PELÍCULA
El australiano Craig Gillespie es uno de los más eclécticos realizadores que existen hoy en Hollywood: capaz de pasar de la indie Lars y la chica real a la hermosa y clásica Horas contadas o pasearse con elegancia por el universo Disney de Un golpe de talento. Su cine es imprevisible (si bien son películas que siguen ciertas convenciones, es difícil trazar un nexo entre ellas) y Yo soy Tonya presta un mundo de personajes peculiares para permitir otra bifurcación en la zigzagueante filmografía del director. El film centrado en la polémica figura de la patinadora Tonya Harding puede prestarse a confusiones: si el retrato de esa clase media-baja yanqui es descarnado y hasta en exceso cínico, eso lleva a pensar en la misantropía de su director. Pero quien haya visto las películas anteriores de Gillespie, donde si algo hay es cariño por sus criaturas, sin dudas puede asegurar que esa canchereada con la que avanza Yo soy Tonya no es más que una parte del mecanismo con el que el director busca acercarse a ese subgénero complejo y difícil conocido como biopic.
A esta altura las biografías cinematográficas son algo habitual del cine. Las hay más enciclopédicas y las hay más libres. Las primeras avanzan como un rejunte ilustrado de datos de Wikipedia. Las otras, son las mejores. Yo soy Tonya, por suerte, está en este último grupo.
Tonya Harding fue una patinadora artística que nació en el seno de una familia disfuncional y sufrió el hostigamiento de una madre alcohólica y violenta, quien la instruyó con un objetivo: ser la mejor. Se podría decir que el dilema de la Harding de la película es el mismo de Ricky Bobby, aquel corredor de Nascar que interpretó Will Ferrell en la comedia dirigida por Adam McKay: convertirse en campeón, ser el mejor, alejarse de los perdedores, tal cual sentenció el padre de Ricky. La diferencia con aquella ficción es que el padre finalmente le reconocerá a Bobby que esos consejos fueron dados bajo el influjo de las drogas, y que si le hizo caso no es culpa suya. Que vivió confundido. Las cosas entre Tonya y su madre son diferentes, aunque llevan a las mismas consecuencias: una persona que se impone metas perseguida por sus propios fantasmas. En Harding, además, se cruzan elementos criminales (la lesión de su principal rival), que la pusieron en el foco de los noticieros allá por los 90’s y la sacaron del circuito profesional de esa disciplina. Lo que cuenta Yo soy Tonya, además de esa historia de crecimiento personal, es la fascinación de un país por construir héroes y villanos.
Gillespie sabe que la acumulación de datos históricos es más de las enciclopedias que del cine. Y sabe, también, que el biopic bien entendido puede ser un material maleable, que si lo que se cuenta es una vida, lo mejor es no juzgar y dejar que esa vida tome las decisiones que quiera así como la propia película. En definitiva, patria del cine, la biografía que Gillespie elabora no es más que una reconstrucción explícitamente ficcional (incluso juega al falso documental) que toma prestados recursos, estéticas, de otros autores del cine contemporáneo. El uso del montaje, la música y el vértigo narrativo hacen recordar a los modos de contar de Martin Scorsese, los universos familiares disfuncionales y los hogares de clase media del interior norteamericano se reproducen tal cual los films de David O. Russell, y la subtrama policial que lleva a la lesión de la rival de Harding tiene la atmósfera misántropa y el humor negro de los hermanos Coen, incluso el maltrato a algunos de los personajes y el regodeo en la estupidez. Se podría pensar ante esto que la de Gillespie es una película impersonal, sin embargo todo lo contrario: el director logra un relato homogéneo, más allá de que algunas de sus partes funcionen mejor que otras y que la mezcla de recursos por momentos sea un poco avasallante. Lo que entiende Gillespie es que el cine se ha instalado tan fuerte en nuestras vidas, que ya no es el arte el que imita sino la vida la que se reconstruye empáticamente a través del cine. Yo soy Tonya analiza cada rincón de la vida de su protagonista y encuentra formas afincadas en el terreno de lo cinematográfico para poder narrarlas.
Con todo esto, lo interesante es que Gillespie no pierde el norte de lo que quiere decir y que deja expresado ferozmente en su último formidable plano. Al final, Harding podrá haber recibido todos los golpes de la vida pero la mina se levanta y sigue peleando, porque en definitiva en una sociedad abrazada al éxito no queda otra que ser un perdedor con personalidad y arrogancia. Esa misma con la que avanza la película, que hace de una vida -y de un género- un material puramente cinematográfico. Quienes busquen realidad podrán encontrarla en los tramos de documental que se filtran durante los créditos, y al fin de cuentas llegaremos a la conclusión de que la ficción es un lugar más verosímil que la realidad.