Lo bueno, lo sucio y lo malo.
Esta película, basada en un hecho verídico y dirigida por Craig Gillespie, sirve como reflejo de una sociedad y cultura que permite aproximarse a encontrar los indicios que determinaron que el millonario Donald Trump se alzara con la presidencia de los Estados Unidos. La masa white trash, integrada por parias tanto masculinos como femeninos, encajarían perfecto en el grupo en el que se instala Craig Gillespie con su película I, Tonya, que recorre en una biopic anárquica el derrotero de la patinadora norteamericana Tonya Harding.
La historia detrás de Harding tiene como punto de partida un pasado de violencia psicológica a cargo de una madre perversa y un presente de violencia física, la ahora en boga violencia de género que movió los cimientos del cínico Hollywood para ganar territorio en medios y redes, además de hacer foco en la comunidad de mujeres actrices encabezada por referentes como Ophra Winfield.
En primer lugar la idea de introducirnos en esta historia trágica a través de una puesta cuasi documental televisivo expone diferentes argumentos y puntos de vista para retratar de manera descarnada el tipo de personaje con el que nos vamos a encontrar. Este presente del film conecta la trama hacia el pasado no con el efecto de contraste, sino en complementación con el relato narrado a cámara. Entre confesiones, puteadas y crudos descargos donde existe muy poco margen para lo emocional se va construyendo la figura de la protagonista, a quien la actriz australiana Margot Robbie le dedica cuerpo y alma. Se logra vislumbrar en ese tono combativo a cámara, en esa suerte de desprolijidad desde lo estético, la enorme tristeza de perder el único sueño que no es otro que haberse consagrado como patinadora y ser la mejor entre las mejores.
Claro que desde pequeña, la concepción inculcada de rivalidad para la adolescente Tonya estaba directamente arraigada al concepto de enemiga, a quien según su madre en la piel de la experimentada Allison Janney había que destruir sin importar el método. Todo, según ella, se debía resumir a ganar para así comenzar a recuperar el dinero invertido en clases y equipamiento para su indeseable hija.
Pero tal como se ve a lo largo de este anómalo film, por momentos imbuido del tono ascético y distante para con su galería de personajes impresentables, brutos y ambiciosos por excelencia, pero por otros empático con la suerte y la desgracia de este joven talento del patín artístico absolutamente desperdiciado por sus malas decisiones a la hora de intentar encajar en un mundo donde las apariencias son más importantes que las destrezas físicas sobre hielo.
Queda muy bien expuesto el nivel de fragilidad psicológica de Tonya Harding, su acotado margen para sobrevivir a los sabotajes de su madre y de su propia pareja, quien descargaba todas sus frustraciones frente a ella y contra ella, a riesgo de arruinarle para siempre una carrera y el físico a fuerza de golpizas para terminar acribillada -mediáticamente hablando- tras su escándalo en el que Nancy Kerrigan, una de sus rivales del patín, fuera víctima en 1994 de un ataque con el objetivo de dejarla sin posibilidades de volver a las pistas.
Un gran ejemplo de cine sin concesiones, donde la incorrección política no es una pose snob sino una verdadera actitud, que encuentra su razón de ser en un discurso sin maniqueísmos ni “happy endings” aliviadores.