"Yo no soy ellos", dice Máximo Ferradas (Mariano Martínez) ante el apoderado de la flamante empresa creada luego de la adquisición de lo que hasta entonces era un emprendimiento familiar por parte de una multinacional. Con “ellos” se refiere a su hermano (Sergio Surraco), su padre (Jorge Marrale) y su abuelo, quienes durante ochenta años timonearon con honestidad y esfuerzo los destinos de la empresa pesquera instalada en un pequeño paraje patagónico. Honestidad: un término ausente del diccionario de Máximo, quien negoció a espaldas de su familia un cambio en el acuerdo original.
Pero Máximo no tiene intenciones de retirarse, así como tampoco parece muy cierto eso de que la pesca no es lo suyo. Lo que inicialmente es un viaje hasta la Patagonia para darle los papeles al apoderado de la empresa norteamericana (Arturo Puig) termina como el primer paso de un ambicioso plan que como meta tiene el acceso a un cargo ministerial. Para eso, claro, deberá contar con el apoyo del gremio para cambiar las regulaciones, algo que no parece sencillo, sobre todo teniendo en cuenta la resistencia de un grupo de pesqueros más pequeños.
Ya desde el título queda claro que la película sigue a un protagonista orgulloso de una condición que disfruta. Pero la película quiere dotarlo de un buen corazón, como demuestra la aparición de un interés romántico que no termina de cuajar con la lógica de un tipo dispuesto a pisar cuanta cabeza le pongan delante. Tampoco ayuda que los diálogos luzcan por momentos forzados, confundiendo intimismo con frases altisonantes sobre la vida, los deseos y el pasado.
Yo, traidor funciona mejor como la fábula de ascenso de un inescrupuloso antihéroe de traje y corbata que como estudio de un personaje al que Mariano Martínez no logra darle los matices necesarios: hay una distancia insalvable entre su inexpresividad y su malicia. Distinto es el caso de Arturo Puig, una figura oscura que maneja los hilos de sus negocios –y los de otros– desde su casa y cuya mirada intimidante hiela la sangre.