Hay que vender…
“Estamos en esto por la guita”, dijo hace poco Morgan Freeman en una entrevista que le hicieron por uno de los tanques pedorros en los que generalmente actúa. Así las cosas, podemos afirmar que la vieja dicotomía entre cine arte y cine industrial existe y sigue sin resolverse. Uno quiere pensar que son cuentos de viejos vinagres, que todo cine es arte (o ninguno lo es), pero los responsables reflotan aquellas categorías y volvemos a una vieja grieta del cine. Que no es Hollywood versus Europa y periferia, sino películas hechas sólo para vender -sean de donde sean, a una gran parte del cine mainstream estadounidense le podemos sumar el actual cine clase B todavía no fetichizado y a cierto cine de protoindustrias como la nuestra (Szifrón es un ejemplo)- versus un cine realmente independiente; una independencia no dada por el presupuesto o la pertenencia o no a un determinado sistema de producción sino por la libertad de creación de sus responsables.
En concordancia con la “tesis Freeman”, los distribuidores locales quisieron sumar a Visions a la ola exploit de horror satánico que pulula desde hace unos años y que viene pagando las cuentas. Para ello la venden como Yo vi al Diablo, título que nada tiene que ver con este thriller en el que no hay exorcismos ni un guapo Belcebú, y que por suerte está un poquito por encima de la media de estos estrenos pensados originalmente para uso doméstico. Claro que Visions está más cerca de lo genérico que del género, y por supuesto que todas las películas quieren cortar la mayor cantidad de tickets posibles, a eso no va nuestro (¿largo?) prólogo, sino que apunta a las decisiones cuasi simpáticas de nuestros distribuidores y a una idea (tal vez ingenua) de la ligadura entre la genuinidad artística y la profundidad de una obra.
Los Maddox, luego de una experiencia traumática, deciden irse a vivir y trabajar a un viñedo. Eveleigh fue responsable de un accidente automovilístico y desde entonces sufre las visiones del título original. Durante los primeros actos, el realizador Kevin Greutert va trabajando el suspense lentamente (por desgracia la construcción contrasta con una estética chapucera de telefilm), generando la calma que antecede al potente despelote del último acto. Visions vale, sobre todo, por unos últimos veinte minutos violentos y anfetosos que consiguen un buen punto de equilibrio entre la racionalización de una trama que se suponía completamente fantástica (esa ridícula pretensión de un cine “adulto” al que le urge explicar los sucesos sobrenaturales) y el hermoso misterio de lo inexplicable.