AMAS DE CASA DESESPERADAS
Después de haber sufrido un traumático accidente de tránsito, Eveleigh Maddox (Isla Fisher) y su esposo David (Anson Mount) se mudan a un viñedo en las afueras de la ciudad para comenzar una nueva vida en búsqueda de un próspero futuro. Ella embarazada, comienza a tener inquietantes visiones (de ahí el título original) que en principio no logra interpretar, y que tanto Eveleigh como su marido toman como alucinaciones producto del estrés post-traumático del accidente. No contenta con la explicación que su médico personal (un rezagado Jim Parsons) elabora. por la cual le quiere recetar pastillas anti-depresivas, la futura madre comenzará a investigar la conexión de sus visiones con el pasado de la flamante casa que habitan.
El sexto largometraje de Kevin Greutert (Jessabelle, El Juego del Miedo VI) inicia con una propuesta convencional desde el punto de vista argumentativo: una pareja se va al campo para escapar de un hecho traumático y encarar una nueva vida. Y si leyendo esa explicación, sospechan como termina o hacia donde se dirige la película (detalles aparte), están en lo cierto. Sin embargo, los problemas del film no radican en la introducción, ni el nudo, porque Greutert elige una historia simple, lineal, rápidamente explicable que no requiere mayores argumentaciones que las del primer párrafo. Pero la simplicidad nunca ha sido un problema en el séptimo arte. Y mucho menos lo es en Yo Vi al Diablo en comparación con las elecciones de Greutert en término de retratos particulares en las subtramas, el plot twist del final, las elecciones y rendimientos actorales.
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Puede que Isla Fisher sea recordada por aquel papel de niña malcriada y caprichosa de Gloria Cleary en Los Rompebodas (David Dobkin, 2005) o la digna Henley Reeves en Nada es lo que parece (Louis Leterrier, 2013). Pero aquí luce fuera de lugar, repetitiva en sus gestos y con un cuasi nulo carisma para un registro en una de terror. Nada de lo que le pasa luce creíble y la progresión del conflicto planteado lo siente. Su caracterización está más cerca de una ama de casa desesperada que pivotea entre la vulnerabilidad (a puro grito y susto) y lo naif, sin puntos medios, que de la atormentada Eveleigh que Greutert nos muestra. Sin embargo, la máxima contrariedad que enfrenta Yo Vi al Diablo es el clímax resolutivo del final, torpemente introducido además de un villano que cae en todos los lugares comunes posibles, hecho que se suma a una sobreactuación, que no establece una conexión con el espectador en ningún momento (cosa fundamental considerando los motivos del mismo).
Fuera de estas culpas compartidas, la película tiene un sub-tono xenófobo y machista que poco ayuda con su visión general. Greutert, L.D. Goffigan y Lucas Sussman (estos últimos dos guionistas) retratan a un grupo de trabajadores de habla hispana, presuntamente precarios, como la contrapartida religiosa y creyente de espiritus y entidades (porque para Hollywood eso son los hispanos: traficantes y religiosos ignorantes) que Eveleigh solo sufre pero no asimila. Es decir, este grupo de centroamericanos corporizan la asimilación de lo mistico y esotérico de la amenaza principal. Porque hasta ahí, todo lo que Eveleigh sufre tiene que tener alguna razón palpable. Por otro lado, no solo los hombres la voz de la razón y la coherencia en la película, sino que tienen un dejo despreciativo hacia las mujeres, que son mostradas como seres sensibles (a lo paranormal), pasionales y vulnerables, que solo pueden estar a salvo de si mismas (Eveleigh) y los demás (victimario) si hay un hombre alrededor.
En Yo Vi al Diablo el terror no es terror, no es construcción de ambientes ni de personajes ni mucho menos de una narrativa. Se trata sólo de una serie de sustos continuos que derivan en un final digno de lo peor de Shyamalan. Sin embargo, se perfila como una película inofensiva sin mayores apuestas, y es totalmente consciente de ello, porque aquí hay explicaciones dialécticas: suburbios blancos felices y un ritmo cancino en una película que no llega a la hora y media (122 minutos). Lo peor radica en aquella pasividad agresiva de su subtrama subliminal que evidencia el por qué el cine de terror industrial de Hollywood está como está: sigue en los mismos lugares que hace 30 años.
Por Pablo S. Pons